Un relato de 1896 de Vicente Blasco Ibáñez, El parásito del tren, plantea este problema. El texto, en primera persona, narra como un viajero de primera ve interrumpido su sueño por la apertura repentina de la puerta de su compartimiento por un hombre humilde, “un campesino, pequeño y enjuto, un pobre diablo, con una zamarra remendada y mugrienta y pantalones de color claro. Su gorra negra casi se confundía con el tinte cobrizo y barnizado de su cara, en la que se destacaban los ojos, de mirada mansa, y una dentadura de rumiante, fuerte y amarillenta, que se descubría al contraerse los labios con sonrisa de estúpido agradecimiento”.
El campesino continúa viaje sentado sobre el suelo del coche y con los pies colgando. El viajero siente lástima por él, le ofrece un cigarrillo, entabla conversación y se entera de que va a ver a sus hijos. Le ofrece subir, sentarse y cerrar la portezuela, a lo que el pobre responde con entereza: “No, señor. Yo no tengo derecho a ir dentro, como un señorito. Aquí, y gracias, pues no tengo dinero.”
Cuando el tren pasa por la estación previa a la de destino, el polizón se apea para que no le pillen al final, pero es visto por los empleados de la compañía y la Guardia Civil. Logra escapar, y cuando el viajero pregunta a los empleados, estos le dicen: “Un tuno que tiene la costumbre de viajar sin billete. Ya le conocemos hace tiempo. Es un parásito del tren; pero poco hemos de poder, o le pillaremos para que vaya a la cárcel.”
Pocos años después, la noticia en el periódico de la muerte de un polizón en esa línea lleva al viajero a recordar este encuentro. Todo el relato tiene la intención de presentar los juicios éticos de los tres personajes en relación con su posición: la dignidad vergonzante del campesino, la compasión desde la riqueza del viajero y la obligación de cumplir su deber de los empleados.
El campesino continúa viaje sentado sobre el suelo del coche y con los pies colgando. El viajero siente lástima por él, le ofrece un cigarrillo, entabla conversación y se entera de que va a ver a sus hijos. Le ofrece subir, sentarse y cerrar la portezuela, a lo que el pobre responde con entereza: “No, señor. Yo no tengo derecho a ir dentro, como un señorito. Aquí, y gracias, pues no tengo dinero.”
Cuando el tren pasa por la estación previa a la de destino, el polizón se apea para que no le pillen al final, pero es visto por los empleados de la compañía y la Guardia Civil. Logra escapar, y cuando el viajero pregunta a los empleados, estos le dicen: “Un tuno que tiene la costumbre de viajar sin billete. Ya le conocemos hace tiempo. Es un parásito del tren; pero poco hemos de poder, o le pillaremos para que vaya a la cárcel.”
Pocos años después, la noticia en el periódico de la muerte de un polizón en esa línea lleva al viajero a recordar este encuentro. Todo el relato tiene la intención de presentar los juicios éticos de los tres personajes en relación con su posición: la dignidad vergonzante del campesino, la compasión desde la riqueza del viajero y la obligación de cumplir su deber de los empleados.
En el cine, el tema de los polizontes tiene un referente clásico: Emperor of the North (1973, El emperador del norte) de Robert Aldrich. La acción se sitúa en 1933, en plena depresión norteamericana. Los protagonistas son los vagabundos que recorren el país en trenes a los que suben en marcha y también los vigilantes, matones contratados por las compañías, que mantienen con ellos una guerra cruel y permanente. Los actores Lee Marvin y Ernenst Borgnine encarnan los líderes de cada uno de los bandos en un duelo interpretativo antológico.
La cuestión, ahora en la red del metro, aparece de nuevo en una película húngara de 2003, Kontroll, dirigida por Nimród Antal, que narra las desventuras de los revisores, sus enfrentamientos con los pasajeros que incumplen las normas y los problemas y las rivalidades entre ellos. La cinta, premiada en el festival de Cannes, es una metáfora de las tensiones sociales en el país.
Del relato y las películas citadas se concluye que, con algunas excepciones, nadie se juega la integridad física haciendo de polizón de tren por gusto, pero también se concluye que los empleados ferroviarios tienen la obligación de hacer su trabajo a pesar de que sientan la punzada de la piedad. El conflicto moral está servido y con él suele hacerse buena literatura y buen cine.