martes, 13 de junio de 2023


La novela El tren cero (1997) del escritor ruso Yuri Buida, cuya traducción al castellano publicó Automática Editorial en 2013, no merece pasar desapercibida, ni por su calidad literaria ni por su contenido ferroviario. El ferrocarril ha sido y es empleado como metáfora en un sinfín de campos y, en este caso, actúa como metáfora social y política.

Esto es lo que se nos dice en la contraportada del libro:
Cuando se construyeron el puente y la estación de ferrocarril en aquel lugar perdido, se creó a su alrededor una pequeña comunidad de colonos (Iván Ardábiev —conocido como Don Dominó—, Esther y Misha Landáu, Vasili, Gusia...). Las instrucciones eran claras: cuidarían del mantenimiento de la estación y constatarían el paso del único convoy que transitaría esas vías (todos los días, a la hora exacta, sin preguntas), el misterioso tren cero: dos locomotoras delante, cien vagones perfectamente sellados, dos locomotoras detrás. Origen, una incógnita; destino indeterminado; carga desconocida. Con el paso de los años surgirán las primeras preguntas, las dudas y los miedos que amenazarán la existencia de este pequeño mundo y sus frágiles certezas.
Que la acción transcurre en la unión soviética entre 1938 y 1953, lo sabemos porque en un pasaje aparece fugazmente Lavrenti Beria, jefe de la policía y del servicio secreto (NKVD) en estos años.
 
Un fragmento de las páginas iniciales, cuando uno de los protagonistas rememora la inauguración del tren, nos sitúa en el estilo del autor y en el mundo literario donde se desarrolla la acción.
Cien vagones. Destino desconocido. Procedencia oculta. Punto en boca. Vosotros a lo vuestro: que los carriles estén en perfecto estado. Desde aquí hasta allá. Ni más ni menos. Así hablaba aquel coronel que los reunió la primera noche en la exigua habitación de uno de los barracones. Era pelirrojo y de ojos azules. ¿Cómo se llamaba aquel coronel? ¿De veras era solo coronel? Porque lo que es mandar, mandaba más que un general. Orden, orden sobre todo, y nada de preguntas. ¿Preguntas? Desde luego, ninguna, camarada coronel. Estará todo en orden, camarada coronel. El coronel no tenía la menor duda. Ni la más mínima. ¿Para qué estaba allí si no? ¿Para qué estaban, si no, todos aquellos hombres más que probados? Antes del invierno los zapadores ya habían levantado las viviendas para el personal de la estación y los obreros, el almacén de mercancías, un cobertizo provisional para el taller, la torre del agua, los depósitos de carbón. Al filo de la primavera estuvo listo el puente, su cuerpo huesudo se extendió por encima del valle anegadizo del terco riachuelo y se apoyó en la cima de la apartada colina, apenas visible entre los árboles fundidos en una masa homogénea. A finales de mayo terminaron el aserradero, la planta de impregnación de traviesas y la cantina. El uno de junio, Don Dominó nunca olvidaría ese día, pasó el primer tren cero.
El tren cero es una metáfora del estado, de una verdad absoluta, de un principio superior, es algo por lo que trabajar para sentirse útil… hasta que empiezan las dudas en la comunidad aislada de la estación Nueve y cada uno de los personajes genera su propia manera de interpretar, oponerse o someterse al sistema. No hagamos más spoilers.

Disfruten de esta magnífica literatura y del esclarecedor epílogo de José María Muños Rovira, que ha hecho la traducción con Yulia Dobrovolskaya.

Yuri Buida