sábado, 5 de octubre de 2024

Estructuras metálicas I (viaductos)


Si bien los primeros puentes ferroviarios fueron de madera, desde la mitad del siglo XIX hasta la introducción del hormigón en las primeras décadas del siglo XX, la mayoría de los puentes se levantaban en obra de fábrica o metálicos. En muchos casos, los pilares eran de obra de fábrica y los tableros, metálicos. La construcción con piedra y ladrillo era más duradera y requería menos mantenimiento, pero era más lenta, mientras que con acero era mucho más barata y permitía una mayor rapidez en la construcción, aunque requería el posterior mantenimiento de los remaches y soldaduras y un pintado periódico. En la segunda mitad del siglo XX se substituyeron muchas estructuras metálicas por otras de hormigón que eran más sólidas, estables y duraderas.

Los pintores que en la segunda mitad del siglo veinte, gracias a los avances de la industria química, pudieron salir a pintar al aire libre con sus pinturas en tubos, plantaron sus caballetes delante de esta novedad que eran las construcciones ferroviarias que transformaban el paisaje.

En 1874, Claude Monet pintó en varias ocasiones los puentes sobre el rio Sena en Argenteuil, incluido el ferroviario. Una de las telas, la que abre esta entrada, presenta el puente con una vista a unos 45 grados y, en otra, casi perpendicular, ambas desde la orilla. En ellas vemos las celosías metálicas que refuerzan los pilares de obra de fábrica que sostienen el tablero también metálico. Las embarcaciones de recreo que se acercan al puente contribuyen a transmitir la idea que el novedoso puente convive pacíficamente con el paisaje por el que cruza ahora el ferrocarril.

Monet pintó también la estructura metálica de Le Pont d'Europe que sobrevuela la estación parisina de Saint Lazare, pero fue Gustave Caillebotte (que también pinto el puente de Argenteuil) quien, en 1876, lo representó poniendo de manifiesto lo imponente de esta construcción.

Una pareja burguesa pasea tranquilamente, un hombre mira el movimiento de trenes de la playa de vías, la ciudad se muestra elegante y moderna al fondo de la composición, pero lo que lo sustenta todo es la revolución industrial representada per una de sus realizaciones: el puente metálico que articula el nuevo espacio parisino.

Unos años más tarde, en 1898, Darío de Regoyos pintó el viaducto de Ormáiztegui (Guipúzcoa) de la línea Madrid-Irún-París que había sido construido en 1864 y que, en su momento, fue un hito de la ingeniería. 

Es obligado comparar este cuadro con el de Monet, no sólo hay coincidencia en el estilo, la composición y la modernidad del tema, sino también en la voluntad de entender la estructura y reproducirla con rigor. En 1995 el viaducto dejó de prestar servicio porque se construyó otro de hormigón que transcurre paralelo a pocos metros de distancia.

Esta imagen del puente metálico preservado junto a su sucesor de hormigón la tenemos también sobre el rio Guadahortuna. El puente del Hacho está situado en el punto kilométrico 104,4 de la linea Almería - Linares y fue puesto en servicio en 1898 como el más largo de la red española. En este caso ha sido el fotógrafo Alberto Sánchez López quien ha apreciado su valor estético y patrimonial y lo ha incluido en su libro La estación del olvido. Ferrocarril en la provincia de Granada (2018). 


La estructura metálica ferroviaria más impresionante de Europa probablemente sea The Firth of Forth Railway Bridge, la mastodóntica construcción de la línea de Edimburgo a Aberdeen que salva este fiordo escocés. Como es lógico, una construcción de esta magnificencia atrajo a los artistas plásticos y la compañía LNER utilizó la obra de H.G. Gawthorn para sus carteles publicitarios. 

Varias películas han usado este viaducto como escenario, aunque, sin duda, North by Northwest (1959, Con la muerte en los talones) de Alfred Hitchcock sea la más conocida.

Saliendo del viejo continente, encontramos también interés artístico por los viaductos metálicos en lugares tan alejados como en Japón. En 1872, cuando se construyó la primera línea entre el barrio tokiota de Shimbashi (actual Shiodome) y el puerto de Yokohama (actual Sakuragicho), eran muy populares los ukiyo-e, xilografías que solían representar a samuráis, damas de la corte y escenas de teatro, pero el ferrocarril se hizo un lugar entre ellos como tema novedoso. Los grandes artistas del momento representaron al ferrocarril en su viaje inaugural y junto al puerto, pero sólo uno, que no ha sido identificado, incluyó en su composición las estructuras metálicas rojas de la línea.

 

Años después, el ilustrador japonés Yasui Koyata, que publicó el grueso de su obra entre 1922 y 1944 y revalorizó la ilustración hasta el punto de ser considerado un precursor del manga, gustaba de dibujar les trenes que estaban transformando el país y dedicó especial atención a les estructuras de los viaductos.

 

Si saltamos a la otra orilla del Pacífico, al Canadá, el dibujante E.J. Russell captó a la perfección en On the Road to Bedford Range: A Consignment by the 8 A.M. Train (1871) que los viaductos metálicos eran una de las claves de la eficiencia del nuevo medio de transporte.

 

Cuando la Cámara de Comercio de Milán encargó a Gaetano Previati una serie titulada Vie del commercio, el pintor italiano incluyó en ella la obra La ferrovia del Pacifico (1914) inspirada tanto en las construcciones que permitieron el avance del ferrocarril en los Estados Unidos como en las noticias magnificadoras que llegaban sobre él. El óleo tiene un estilo que anticipa el futurismo y una composición que pone de relieve el vértigo que transmite el aparente atrevimiento de algunas construcciones.

 

Ya entrados en el siglo XXI, a pesar del predominio de las estructuras de hormigón, el territorio sigue llenándose de estructuras metálicas. Carles Sarrate, pintó una larga serie de acuarelas sobre las obras de construcción del Ave en la comarca barcelonesa del Vallès Oriental. En Montmeló, puente de hierro sobre el rio Congost (2008), la composición y la perspectiva que escoge nos muestran el puente como un elemento estático y pesado que contrasta con el fluir del rio, pero en la mirada del pintor también hay admiración por la solidez y la belleza formal de la obra de ingeniería.

 

¿Algún poema con un puente ferroviario metálico? Hay uno de Joan Margarit, de quien hablamos en el número de abril a raíz de su muerte: “El puente del ferrocarril” del volumen Cálculo de estructuras (2005).
El tren nocturno surge iluminado
de dentro del túnel y entra en el puente de hierro,
muy alto y por encima de los tejados,
sobre pilares de piedra en medio de los huertos.
Parece el fugaz estrépito del amor:
el tren es trepidante, igual que el sexo.
Desaparece vertiginoso. De repente,
sólo hay el viento haciendo temblar el tallo
de una flor entre las vías. Si sufres
se insomnio, te hará mucha compañía
esta herramienta de hierro vieja y sólida.
El puente cruza nuestra intimidad.

jueves, 5 de septiembre de 2024

Raíles y palabras - Fotografías y haikus ferroviarios


Exposición: HAIKUS – Raíles y palabras - Anna Espí Boscà y Jordi Font-Agustí.

Museo del Ferrocarril de Madrid. Hasta el 13 de septiembre

Esta exposición tiene su origen en el libro Raïls i paraules / Raíles y palabras (2023). Se inscribe en la fructífera relación entre el ferrocarril y las artes que se inició hace más de 175 años con la construcción del primer ferrocarril peninsular y ha tenido continuidad hasta nuestros días. En la muestra, fotografía y poesía se unen para realizar un viaje compuesto por 49 fotografias, con el poema correspondiente, dispuestas en cinco ámbitos: las locomotoras, los vagones y los coches, las infraestructuras, el placer de viajar y la pasión por los trenes. Una de sus principales virtudes es que tiene argumentos y recursos sobrados, lingüística y fotográficamente, para mantener el diálogo ferroviario hasta la última pareja de fotografía y haiku.

La mirada de la fotógrafa y la voz poética introducen al visitante en el mundo ferroviario desde el inicio, desde lo más esencial. En el ámbito de las locomotoras, por ejemplo, la máquina (de vapor o eléctrica) que genera la fuerza e impulsa el movimiento y los elementos que la componen (el pistón, las purgas, el vapor, las bielas, los cilindros, el pantógrafo, la catenaria) forman un campo semántico propio que se redondea con símiles, comparaciones y metáforas para alcanzar el lenguaje poético deseado. Con sólo tres versos la voz poética consigue introducirnos en todo un mundo, el del ferrocarril, pero no es de ninguna manera un mundo aislado, es un mundo conectado con su época, y los autores aportan los referentes literarios y gráficos necesarios para que el lector complete el contexto.


La fotografía no hace el papel de soporte, es un relato en paralelo del mismo relato poético, pero en otro lenguaje artístico, la fusión es total. Ni las fotografías sirven el texto ni el texto sirve las fotografías, es un auténtico proceso de fusión en el que dos lenguajes artísticos dialogan y conforman un tercer lenguaje.

Un haiku es una composición poética de origen japonés, que consta de tres versos de 5, 7 y 5 sílabas respectivamente, sin rima. Si a un haiku se le añaden dos versos más de 7 sílabas, el resultado da lugar a una nueva composición denominada tanka.

Más información en Museo del Ferrocarril de Madrid


miércoles, 5 de junio de 2024

El ingeniero y escritor Andréi Platónov y los trenes

Decía un consigna leninista que el comunismo era el poder de los soviets más la electrificación y, en consecuencia, uno de los primeros pasos de la revolución de octubre, una vez firmado el armisticio de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), fue el trazado de un plan para hacer llegar la electricidad y el ferrocarril a las zonas más deprimidas de Rusia. Se pretendía con ello favorecer el riego de los campos mediante bombas centrífugas accionadas por motores eléctricos y facilitar la movilidad de los recursos naturales y de los bienes manufacturados. Un protagonista de excepción de este desarrollo técnico fue el ingeniero y novelista ruso Andréi Platónovich Kliméntov, (1899–1951) que firmó sus obras literarias como Andréi Platonov.

 

Hijo de ferroviario, nació en Vorónezh en una familia humilde y a los quince años empezó a trabajar en un depósito de locomotoras como soldador de tuberías y ayudante de maquinista. Cuatro años después ingresó en la sección de Electrotecnia del Instituto del Transporte Ferroviario. Empezó a publicar sus primeros relatos, a menudo ambientados en los entornos técnicos que tan bien conocía. En 1926 fue elegido miembro del Comité Central de Agricultura e Industria Forestal y se trasladó a Moscú. En 1929 publicó la primera parte de su novela Chevengur, después, algunos de sus relatos, y el éxito que obtuvo le llevó a dedicarse sólo a la escritura, pero en la década de los treinta empezaron sus problemas con la censura estalinista, de manera que la versión completa de esta novela y de la mayoría de los relatos que ahora encontramos en La patria de la electricidad y otros relatos, no se rescataron y se publicaron hasta la década de los ochenta del pasado siglo. Fue corresponsal de guerra durante la Segunda Guerra Mundial y, como la censura seguía sobre su obra, se dedicó a la recopilación de cuentos infantiles hasta su muerte.


La tarea de Platonov como novelista es inextricable de su actividad profesional como ingeniero y, así, al tiempo que trabaja en la electrificación de regiones agrícolas remotas, reflexiona sobre la tecnología, su función social y sobre la naturaleza misma de la revolución. Estas experiencias y reflexiones quedan reflejadas en diversos relatos, pero sobre todo en el titulado La patria de la electricidad en el que nos describe sus esfuerzos por poner en marcha una dinamo y un sistema de bombas en una zona castigada por la sequía de los años veinte.

Una de las características de la obra literaria de Platónov es el singular trato que da a las máquinas y a la tecnología en general. En palabras del escritor Jaume Cabré, “Stalin convertía a las personas en tuercas, tornillos y tenazas; Platónov amaba las tuercas, los tornillos y las tenazas: las amaba tanto que las humanizaba”. Esta pasión por la tecnología y sus constructos está en las antípodas de la mirada fría y a menudo deshumanizada de los futurista, los personajes de Platónov aman a las máquinas porqué ven en ellas una esperanza de futuro, una posibilidad de felicidad en la medida que técnica y humanidad vayan de la mano. La descripción que Platónov hace de un técnico en el relato Fro, tiene mucho de autobiográfica:
El marido de Frosia tenía la facultad de sentir la tensión de la corriente eléctrica como una pasión propia. Daba alma a todo lo que tocaban sus manos y su mente, y por ello se hacía con una idea real acerca del movimiento de la fuerza de cualquier instalación mecánica y sentía directamente la dolorosa y paciente resistencia del metal corporal de la máquina.
En el relato El viejo mecánico, Piotr Savélich, un conductor de locomotoras de 72 años, casado y sin hijos (se les murió un hijo muy pequeño) se desvela pensando en los problemas de su locomotora, sufre tanto que acaba acudiendo antes de hora al trabajo para cuidar del tren porque no se acaba de fiar de la inexperiencia de su ayudante Kondrat que esta noche lo está conduciendo. Bajo la mirada comprensiva y sabia de su esposa, se levanta y va a esperarlo en un cruce.
–Kondrat no mantendrá la presión necesaria en la caldera. Él ama a la locomotora, pero está lejos de conocerla bien. Y no basta con conocer sólo una locomotora. Es necesario entender toda la naturaleza, la situación del tiempo y qué tienes sobre los rieles: helada o calor, y también hay que saberse las subidas de memoria, y saber cómo se siente la locomotora…
En el trayecto de regreso, realizado a todo vapor, no oyen el ruido de una manivela al romperse y la locomotora se estropea. Cuando por fin vuelve a casa, se trae con él a su ayudante, un huérfano que tiene la edad que tendría su hijo muerto. La relación de Piotr con su locomotora es muy sentimental, la de su ayudante Kondrat también lo es, y por eso, porqué aprecia en él la posibilidad de ser un buen maquinista, lo adopta.

Haciendo una simplificación, la novela Chevengur puede entenderse como el viaje iniciático de sus tres protagonistas en busca del verdadero socialismo por las regiones más afectadas por la sequía. En la tradición de la literatura rusa medieval, los tres jóvenes viven aventuras inverosímiles que rayan lo fantástico y lo surrealista, para acabar en el remoto pueblo de Chevengur donde, según una pandilla de excéntricos que se cruza en su camino, ya ha llegado el comunismo pleno. Lo que encuentran en realidad es un pueblo donde, después expulsar a los que tenían propiedades, esperan que el futuro venga solo, sin hacer ellos ningún esfuerzo ni emprender ningún proyecto. Chevengur es un canto al hecho de que la mayor riqueza de los humanos es que somos todos distintos y al hecho de que sólo de la mano de los sueños y los deseos, la tecnología es útil a la humanidad.

En uno de los lances de la novela, Sasha Dvánov, uno de los tres protagonistas, es acogido por el viejo ferroviario Zajar Pávlovich.
Lo único que producía alborozo en Zajar Pávlovich era permanecer sentado en el tejado y mirar a la lejanía, por donde, a dos verstas de la ciudad, pasaban a veces enfurecidos trenes ferroviarios. La rotación de las ruedas de la locomotora de vapor y la rápida respiración de ésta producían una alegre picazón en el cuerpo de Zajar Pávlovich; tenues lágrimas de compasión por la locomotora ponían húmedos sus ojos.
El fragmento de la misma novela que reproducimos a continuación constituye uno de los más bellos ejemplos del tratamiento por parte de un novelista de la pasión que puede llegar a sentir un ferroviario por su profesión y su mundo.
Al día siguiente Zajar Pávlovich acudió al depósito. El maquinista-maestro, un viejecito que desconfiaba de las personas vivas, estuvo observándole durante largo rato. Amaba las locomotoras con tanta pasión y celo que sentía pavor al verlas en marcha. Si estuviera en su poder daría descanso eterno a todas las locomotoras para que no las estropearan las bastas manos de gente ignorante. Opinaba que las personas eran muchas, y las máquinas pocas; que las personas eran seres humanos vivos que podían defenderse por sí mismos, mientras que las máquinas eran seres delicados, indefensos y quebradizos; y que para llevarlas como es preciso había que abandonar a la esposa, quitarse de la cabeza todas las preocupaciones y mojar el pan en oleonafta: sólo entonces podía permitirse que un hombre se acercara a las máquinas, y eso tras diez años de paciente espera!
 
En otro fragmento, Platonov es capaz de resumir en un pasaje la belleza y la magnificencia de un depósito de locomotoras y, al mismo tiempo, nos avanza la visión que tendrán los antropólogos de la segunda mitad del siglo XX sobre la vinculación entre tecnología y humanidad.
La locomotora lucía generosa, enorme, tibios ya los armoniosos contornos de su alto y majestuoso cuerpo. El maestro se abstrajo, experimentando dentro de sí un ronroneante e inconsciente arrobamiento. Los portones del depósito de locomotoras estaban abiertos hacia el vespertino espacio veraniego, hacia un bronceado futuro, hacia la vida que podía reproducirse bajo el viento, en las espontáneas celeridades de la marcha sobre los carriles, en la abnegación de la noche, del riesgo y del sordo ruido de la precisa máquina.
El maestro maquinista apretó los puños al sentir el flujo de una encarnizada fuerza de la vida interior, que le recordaba la juventud y le hacía presentir un futuro tronante. Se olvidó de la baja cualificación de Zajar Pávlovich y le respondió de igual a igual, como si se tratara de un amigo:
–¡Fíjate en los pájaros! ¡Son preciosos, pero como no trabajan no queda nada tras ellos! ¿Has visto algo hecho por pájaros? ¡Absolutamente nada! Bueno, algo hacen para conseguir alimentos y cobijo. Pero, ¿dónde están sus productos instrumentales? ¿Dónde el ángulo de avance de sus vidas? No lo tienen, ni lo pueden tener.
–¿Y el hombre? –preguntó Zajar Pávlovich, que no acababa de entender al maestro.
–¡El hombre tiene las máquinas! ¿Comprendes? El hombre es el principio de todo mecanismo, mientras que los pájaros son el final de sí mismos.
La reflexión del maestro maquinista es un estímulo más que suficiente para una lectura tranquila y completa del genial y singular Andréi Platónov.

martes, 7 de mayo de 2024

Raimon Moreno, un fotógrafo enraizado

Hay un axioma incontestable en el mundo del arte: sólo se crea desde la tradición. Esto es de aplicación a todas las artes, del cine a la pintura, de la literatura a la fotografía. Significa que los humanos, al ponernos a la acción artística, no creamos de la nada, sino que partimos de lo que han creado las generaciones anteriores, sea para continuarlo, sea para romper con ello e iniciar nuevas tendencias, y, siempre, inevitablemente enraizados en nuestro momento histórico.

"La fotografía es mi memoria y el reflejo de mis sueños". Quien hace esta afirmación como lema de su blog es el fotógrafo y ferroviario Raimon Moreno Hidalgo. Nacido en Lérida en 1964, tiene una larga trayectoria como fotógrafo que incluye exposiciones, premios, reconocimientos, intervenciones como jurado, publicaciones y pertenencia a diversas entidades, incluidas la Confederación Española de Fotografía y Federación Catalana de Fotografía. Pueden verse los detalles de su historial en https://raimonmoreno.com

Moreno dice de sí mismo: “Si tengo que definir a qué corriente fotográfica pertenezco, podría decir que al realismo con bastante formalismo, pero si lo miro bien, también hay algo de expresionismo e instrumentalismo en la intención.” Sus temas son múltiples, pero quizás cabe destacar su interés por los temas etnográficos, los paisajes marinos, la representación de la figura femenina en plano de igualdad y el mundo ferroviario. Su obra de tema ferroviario tiene puesto el foco en tres temas principales: el paisaje ferroviario, la figura de la viajera y la belleza formal del material rodante.

Un trayecto en tren, incluso en un cercanías, puede ser un pequeño tesoro en forma de tiempo para poder soñar despierto, para reflexionar o para leer. Mientras que la viajera de Mujer en un tren (2003) de Àlex Prunés opta por la lectura...


... la de Raimon Moreno, (obra de 2017), opta por la contemplación. 


Hay paralelismos entre la pintura y la fotografía, que parecen imágenes especulares: el mismo modelo de tren de cercanías, el mismo encuadre, el mismo abandono de la viajera al placer del momento. La coincidencia entre las dos obras no es casual, las dos han sido concebidas en los primeros años de nuestro siglo y las dos son un reflejo del uso social del tren como casi siempre ha ocurrido con el arte de tema ferroviario.

La viajera de Raimon Moreno ha llegado con su cercanías a la Estación de Sants en Barcelona y camina hacia el acceso de los trenes de alta velocidad. Esta fotografía nos muestra como la vida en las estaciones está regida por la medida exacta del tiempo. Es un no-lugar, un espacio público al que sólo nos sentimos vinculados durante un periodo corto de tiempo y en el que siempre estamos de paso.

 

Las estaciones y su evolución le interesan a Moreno. La imagen de la Estación de Francia de la misma ciudad, la que encabeza esta entrada, también tiene como tema la pasajera caminando sola en el centro de la composición, pero en este caso no hay bullicio de pasajeros al fondo pasando el control de equipajes. Reflejo de la evolución de la red ferroviaria, la fotografía anuncia el incierto futuro de esta estación terminal en cuanto se inaugure la intermodal de La Sagrera. Algunos pintores han transmitido con sus telas esta misma circunstancia, como es el caso de la acuarela de Rafael Pujals de 2008 en la que, como en la fotografía de Moreno, unos convoyes de cercanías son los únicos ocupantes de unas vías que han visto salir los grandes expresos internacionales.

 

En otra fotografía de factura muy similar de 2017, en este caso de la estación de Portbou en la frontera hispanofrancesa, se nos muestra como ésta ha dejado de ser la estación ruidosa, internacional, aduanera, contrabandista y ajetreada que era. La supresión de las aduanas y el trazado de la línea de alta velocidad la ha dejado adormecida en un rincón remoto de la Costa Brava como una estación de cercanías sobredimensionada.

 

La quinta y última obra de Raimon Moreno que vamos a contemplar tiene raíces en la pintura y en la literatura. La fotografía nos muestra un fragmento de un coche de un TGV Duplex. La luz crepuscular del exterior compite con la iluminación interior, de manera que produce una profunda sensación de que nosotros estamos fuera, a la intemperie, y que lo interesante y el calor están dentro. 


Con esta magnífica obra, Moreno se engarza con una rica tradición creativa. Veámosla. 
En la escena del “tren del champagne” de Possessed (1931, Amor en venta) de Clarence Brown. Marion (Joan Crawford) es una chica obrera de pueblo que sueña en marchar para hacer algo menos previsible con su vida que casarse con su prometido y hacer la vida que todos en el pueblo. Cuando se dirige a cruzar las vías, pasa ante ella un tren a través de las ventanillas del cual ve todo un mundo de lujo.


Al final del tren, sentado en el balconcillo, un hombre con una copa y una botella de champagne en la mano establece con la joven el siguiente diálogo:
–¿Mirando adentro?
–...
–Dirección equivocada. Entra y mira hacia afuera.
–¿Entrar dónde?
–Oh, en cualquier sitio. Tan sólo "adentro". Sólo hay dos tipos de personas: los de dentro y los de fuera.
El novelista norteamericano Edgar Lawrence Doctorow también utilizó esta imagen en Loon Lake (1980, El lago), novela ambientada en 1931, durante la Gran Depresión. Joe, el protagonista, sale del pueblo para buscarse la vida. Toma trabajos ocasionales. Duerme junto a las vías del tren.
Me froté los ojos y con la mirada busqué el tren detrás del resplandor. Pasaba de mi izquierda a mi derecha. La locomotora y el ténder eran más negros que la noche, un imponente movimiento de sombras que avanzaban, pero detrás un coche de pasajeros plenamente iluminado. Vi que un mozo de chaqueta blanca servía bebidas a tres hombres sentados a una mesa. Vi oscuros paneles de madera, una lámpara con pantalla orlada y estantes con libros encuadernados en cuero. Dos mujeres conversaban sentadas frente a un grupo de sillones orejeros con textura como de encaje. Luego un luminoso dormitorio con apliques de cristal esmerilado y una cama con dosel y desnuda ante un espejo una chica rubia que estudiaba atentamente un vestido blanco colgado de una percha.
La pintora norteamericana Kym Ojala, con el óleo The Night Train (2018) nos lleva de vuelta a la fotografía de Raimon Moreno y nos corrobora que se trata de un fotógrafo enraizado en la tradición y en su tiempo.


sábado, 6 de abril de 2024

Dos pintores extraordinarios... que pintan trenes.

 

Xavier Rodés y Àlex Prunés son dos pintores nacidos en los primeros años de la década de los 70 del siglo pasado. Ambos realizaron estudios de bellas artes y ambos han construido desde entonces una sólida y reconocida trayectoria artística. También tienen en común que sus obras han estado expuestas en diversas ciudades de Europa y de América y se encuentran en colecciones públicas y privadas. Ninguno de los dos tiene el ferrocarril como uno de sus temas habituales, pero ambos le han dedicado su atención con resultados muy interesantes.

Pueden encontrarse ciertos elementos comunes en la obra de los dos artistas, tanto en el tratamiento de la luz, que suele ser tenue y envolvente, como en el hecho de que sus paisajes no suelen tener figuras humanas. De ambas características resultan unos espacios silenciosos y con un toque de misterio en los que los edificios, los pantalanes, los depósitos, las estaciones o los almacenes cobran una intensidad que nos obliga a detenernos ante la obra y contemplarla hasta encontrar aquello que ha convertido en atractivo un rincón aparentemente anodino.

Xavier Rodés (Barcelona, 1971) estudió diseño en la escuela Elisava y se licenció en arte en la escuela Eina, ambas de Barcelona. Su trabajo de final de estudios, titulado Paisaje urbano postindustrial, dejaba testimonio de la demolición de una enorme industria química que había crecido en la costa norte de Barcelona a principios del siglo XX, atraída por la presencia del ferrocarril, y que a finales del mismo siglo desaparecía para convertirse en una zona residencial con puerto.

Marinas, pantalanes y rincones desiertos de ciudades con coches o camiones que parecen abandonados son temas habituales en Rodés. Es con esta misma mirada que en 2011 pintó la estación de Figueras (Gerona). 


No vemos el edificio principal, sino unas construcciones industriales anexas que nos hablan del fin de la industrialización, mientras que los vagones plataforma parece que añoran la época dorada del transporte ferroviario de mercancías de proximidad.

Una sensación de desamparo parecida nos produce su visión de la estación parisina de Austerlitz. En este óleo sobre madera de 2016 nos muestra como los paisajes industriales ferroviarios, especialmente los destinados a carga y descarga de mercancías urbanas, a menudo se esconden tras la grandiosidad de las estaciones más bellas.

 

Al año siguiente, Rodés, quiso ofrecer su visión de la Estación de Francia de Barcelona. La impresionante trama metálica de la marquesina apenas tiene ningún detalle y los convoyes son puros volúmenes geométricos, todo el protagonismo se lo lleva la luz, que entra por los cristales y por la boca de la marquesina y se refleja en el suelo embaldosado. Algo especial tiene la luz interior de esta estación que tantos y tantos pintores y fotógrafos han querido darnos su visión de ella.

 

Bastantes años antes, había pintado la estación de Saillagouse que pertenece al famoso Train Jaune que circula por la Cerdaña en el sur de Francia. Aunque aparentemente el único tema sea la soledad del edificio de la estación en medio del paisaje nevado, las vías, con la señalización y sus características curvas de poco radio son reproducidas con rigor.

 

Los espacios ferroviarios de Rodés no tienen pasajeros y a penas tienen coches y vagones, pero se les espera, son espacios un tanto misteriosos, pero vivos.

Àlex Prunés (Barcelona, 1974) se graduó en la Universidad de Barcelona y en 2017 se doctoró en Bellas Artes. Sus temas habituales son los edificios, que suelen ser presentados aislados, a menudo cerca del mar, aunque también trabaja la figura humana en interiores. Un óleo de 2003, Casa ante la vía, es representativo de esta mirada y nos muestra como sus paisajes realistas tienen un toque extraño, incluso fantástico.

 

En 2006, dos años antes de que se iniciaran las obras para construir la nueva estación intermodal de La Sagrera de Barcelona, Prunés pintó la zona que ocupaba la antigua estación de mercancías, con parte de los tinglados y marquesinas ya desaparecidos. Al fondo a la izquierda puede observarse el edificio de administración de la estación que construyó MZA a principios del siglo XX. Prunés es un artista que sabe leer la belleza de los edificios y espacios industriales. En este caso, para transmitirnos su mirada sobre ellos, los ha despojado de elementos superfluos de su contorno y nos los presenta dominando unos amplios espacios vacíos, de una perspectiva intachable, en los que unas tímidas trazas de las vías nos recuerdan su función.

 

Excepcionalmente, en El andén (2015) aparece una figura humana, una mujer que espera en un andén desangelado el paso de un tren que ha de hacerlo por una vías casi inalcanzables. La sensación de soledad, así como el ángulo de las vías, la disposición de los edificios del fondo y la boca del puente pueden leerse como un homenaje a los paisajes ferroviarios del pintor norteamericano Edward Hopper.

 

Prunés también nos ha dado su visión de la Estación de Francia de Barcelona. En 2012 pintó un oleo en el que ponía en paralelo dos construcciones técnicas: la marquesina de la Estación de Francia y la torre de aguas de la fábrica de gas que ocupaba un espacio cercano. Mientras, al fondo del cuadro, vemos los edificios modernos del perfil del litoral. La fábrica ya no está y la torre de aguas, junto con el esqueleto estructural del depósito de gas, son los únicos vestigios conservados; el futuro de la estación, que es un cul-de-sac, vuelve a estar en debate, de manera que la tela puede leerse como una mirada a la belleza formal de las construcciones técnicas. Un gran espacio vacío, como en el caso de la estación de La Sagrera, realza los edificios.

 

Vistas las obras de los dos pintores, descubrimos una nueva característica común: sus pinturas de tema ferroviario no tienen trenes y, si los tienen, no son el tema principal sino que están integrados en el espacio representado; su mirada sobre el ferrocarril se interesa por los entornos ferroviarios y, así, los convoyes de la Estación de Francia o los vagones de la de Figueras son un elemento paisajístico más. Pero más allá de los aspectos pictóricos que los dos artistas puedan tener en común, les une también una característica loable: su mirada apreciativa sobre el ferrocarril que contribuye a realzarlo como parte de nuestro patrimonio tecnológico, es decir, nuestro patrimonio cultural.

miércoles, 6 de marzo de 2024

Dos aventuras (valencianas) en el tren


I

Ediciones Cid publicó en 1954 La aventura en el tren de José María Salaverría en la colección La novela del sábado. Por aquellos años, publicaron también relatos o novelas cortas en esta colección escritores como Miguel Delibes, Ignacio Aldecoa, Azorín, Carmen Laforet o Gonzalo Torrente Ballester. Algunos recordarán también la editorial por sus tebeos: Diego Valor, Billy el niño o Jinetes del espacio.

Salaverría (1873–1940) nació en Vinaroz (Castellón). Se dedicó sobre todo al periodismo, fue colaborador de Los lunes del Imparcial, de ABC y de La Nación de Buenos Aires. Ideológicamente, evolucionó desde los postulados regeneracionistas de la generación del 98 hasta posiciones afines a la derecha totalitaria. Como novelista, sus títulos más destacados fueron Nicéforo el Bueno, El oculto pecado, Viajero de amor o La Virgen de Aránzazu.

En sus 47 páginas, La aventura en el tren relata el encuentro, en un expreso nocturno de lujo entre París y Madrid, de una traficante de joyas, Sara, y un ladrón con escasa destreza en el oficio, Carlos. Él es un joven apuesto, moreno y de ojos claros. Ella es una mujer definida con todos los tópicos del momento: mujer fatal a la usanza de las películas americanas, pero que reconoce y acepta la superioridad del hombre. El autor la describe al límite de lo que permitía la censura de la época. Ha caído la noche y la protagonista se retira a su compartimento:
Había cenado bien, con una buena copita de Benedictino para postre, y sentía que su naturaleza en pleno vigor, en plena juventud robusta y sabia, hubiera podido aprovechar alguna discreta coyuntura, de esas que el destino sabe situar al paso de las personas entendidas. Pero por el momento el destino daba muestras de estar ausente. No; de todos los habitantes del vagón ninguno valía la pena.
Esconde el bolso en el que lleva las joyas bajo el colchón, coloca el revolver bajo la almohada y se dispone a dormir. En ese momento entra el ladrón por la ventanilla. No ha tenido tiempo la mujer de cubrir su desnudez, que el joven saca la navaja y le ordena: «—¡Pronto! ¡Entrégueme todo lo que lleva!». Pero la experimentada traficante, contra todo pronóstico, no reacciona empuñando su arma.
Pero no se acordó de que existía el revólver. No se acordaba entonces de nada. Sólo sentía un frío imaginativo en sus trémulas carnes, como si ya estuviese a punto de atravesárselas la aguda y reluciente punta de la navaja. Nunca le había ocurrido sentirse tan femenina, tan débil y subordinada mujer como entonces; nunca se había visto tan impresionada por la energía y la superioridad del varón. Pero al mismo tiempo, y cuanto más pronunciaba su naturaleza femenina, sintió crecer en ella un valor extraño y una imprevista fuerza.
La mujer coquetea con el ladrón, le entrega un estuche con joyas falsas, se miran a los ojos, se sientan en la litera y entablan una conversación. Él le cuenta su vida, bastante desgraciada, también en amores. Ella le hace saber que ha detectado su inexperiencia.
—No sabe usted robar, ni tiene temperamento de ladrón. Todo en usted me habla de violencia, de que está usted contrariando a sus instintos más profundos. Amigo mío, a usted lo han lanzado a una vida por la cual no siente la menor vocación. Y no hay más que mirarle a usted para adivinar que ha sido impulsado a esto por una mujer.
En efecto, Carlos se había ido a Buenos Aires al desertar de la legión y allí conoció a una cupletista, Rosina, hermana de un mafioso siciliano. Acaban de llegar a España huyendo de la mafia, pero ella no consigue triunfar y él intenta robar para mantenerla. Cuando el tren frena en la siguiente estación…
En seguida, rápida y segura, Sara Leviller echó mano debajo de la almohada y empuñó el revólver. De un salto se colocó junto a la puerta del camarote y dio vuelta al pestillo, en tanto que apuntaba al pecho del ladrón. Y prorrumpió con una mezcla de risa cruel y de grito feroz:

—¿Para qué se mete en estas cosas, si no sabe? Le ha entontecido a usted su Rosina... ¡Váyase a la cárcel, amigo mío, y que allí le enseñen a robar los verdaderos ladrones, los hombres de verdad!...
Tiempo después, Sara coincide con Rosina en un hotel de Madrid y eso despierta su curiosidad: acude a su espectáculo y entabla relación con ella. Una noche, la cupletista invita a la traficante a un trago en su habitación. En la repisa de la chimenea hay una fotografía de Carlos. Rosina le cuenta que ella lo visitaba en la cárcel todo lo que podía, que él le había explicado su aventura en el tren, que enloquecía avergonzado al recordarla y que murió en la cárcel. Y hechas las explicaciones:
—¡Mi madre era calabresa! ¡En Calabria hay una ley que dice que la venganza es sagrada! ¡Quien la hace la paga! ¡Aunque pasen veinte años, el traidor la pagará!...

¿Pero cómo ha sido? ¿De dónde ha sacado Rosina ese estilete? Es largo y delgado, brillante y agudísimo. Tiene la ligereza y la fría crueldad de un reptil irritado. A su vista, el último resto de energía se ha desvanecido en Sara. Comprende que va a morir. No trata de defenderse. Sólo acierta a iniciar un grito de suprema angustia, que la punta del estilete ha frustrado.


II


Casi treinta años después, en 1981, un editor valenciano recuperó una publicación semanal que había circulado entre los años 1908 y 1921 llamada El cuento del dumenche (El cuento del domingo). En ella publicó Jordi Valor Serra un relato escrito en 1953 titulado Una aventura en el tren.

Valor (1908-1984) nació en Alcoy y empezó su actividad literaria como colaborador de publicaciones locales, como escritor publicó, entre otras obras, Histories casolanes (1950, Historias caseras), Ducado de Bernia (1954), Narracions alacantines de muntanya i voramar (1959, Narraciones alicantinas de montaña y litoral), Rescoldo del Islam (1960) o Costumbrismo alcoyano (1973).

El protagonista del relato toma, en 1930, el tren descendente de Jaca que hace parada en Huesca a las 18:30 y llega a Tardienta para enlazar con el expreso a Barcelona procedente de Madrid.
El vagón era antiguo. Cada compartimiento tenía puerta al exterior sin poder recorrerse el coche, es decir, que íbamos enjaulados como gallinas, y hasta el revisor había de salir por la portezuela y por el estribo y, agarrado a las ansas del subidor, pasar al compartimiento de al lado cuatro o cinco veces por cada vagón.
(…)
En el último momento ya sonaba la campana del jefe de estación dando la salida cuando llegó una señorita rubia con una pesada maleta que introdujo en nuestra “jaula”.[1]
El protagonista ayuda a la joven con el equipaje y le ofrece por dos veces su asiento, que ella rechaza, aunque...
lo único que hizo fue rogarme que le dejara el periódico que llevaba en el bolsillo para ponérselo bajo los pies y descalzarse los zapatos de alto tacón que le fatigaban los pies: así no se ensuciaba las medias de seda con la porquería del suelo entarimado y carbonoso y las cáscaras de cacahuete, las pieles de altramuz y los huesos de dátil.
A los pasajeros del tren, aquel descalzarse les parece un acto de sinvergüencería, pero para el protagonista es el anuncio de un sutil juego erótico que se producirá cuando, al coincidir de nuevo al tomar el expreso de Barcelona, la joven hará por manera que acepte hacerse pasar por una pareja de recién casados a los ojos de un pesado tercer viajero que entabla conversación con ellos.
¿Qué mal puede haber en que nos crea casados si dentro de unas horas nadie de los de aquí estaremos juntos? ¿No me quiere decir su nombre todavía?
—Oh, perdón señorita. Me llamo Eliseu; ha sido un descuido. Sabe mi pueblo y mi destino.
—Pues bien, Eliseu, vamos a seguir el juego. Casados por a cuatro o cinco horas. ¿No es un ejercicio de experiencia per al día de mañana? ¡Soy de natural juguetona y, como usted me parece un buen mozo...!
El juego incluirá conversación cariñosa, monerías, tentempié a modo de cena, las alabanzas del tercer viajero ante una pareja feliz y breves y cariñosos tomarse del brazo, todo ello narrado con una prosa brillante, eficaz y sugerente.

El relato nombra las estaciones por las que pasa el expreso y que marcan distintos momentos del sutil y pícaro juego del fingimiento: Cariñena, Selgua (donde suben pasajeros procedentes del ferrocarril de Barbastro), Monzón, Lérida, Mollerusa, Manresa, Tarrasa, Sabadell… hasta rendir viaje en la Estación del Norte de Barcelona. Una vez allí, la chica apaga cualquier ilusión que se hubiera hecho el protagonista con un: «adiós, hasta nunca». Y así acaba el relato:

A la mañana siguiente, sobre la cubierta del barco —una moderna motonave blanca que me llevaba a Alicante—, me encontré en el bolsillo de las cerillas del pantalón su billete de ferrocarril. Era el único recuerdo que quedaba de esta aventura en el tren.


[1] Traducción del bloguero

viernes, 9 de febrero de 2024

El circo va en tren


En los años dorados del circo, cuando se le consideraba el mayor espectáculo del mundo, los grandes circos solían desplazarse en tren. La densa red ferroviaria europea permitía a las compañías llegar con relativa comodidad a las ciudades donde deseaban plantar su carpa. Los colores llamativos y las letras perfiladas de los carromatos montados sobre las plataformas daban un aspecto singular y atractivo a esos trenes. Los circos más importantes podían incluso poseer vagones propios especializados para transportar fieras o servir como viviendas.

En los Estados Unidos, los circos se servían del ferrocarril para salvar las grandes distancias entre estados y ciudades. La Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos conserva una litografía de 1874 titulada The grand lay-out. Circus parade around tents, with crowd watching alongside railroad train. Se trata de una imagen con toques orientalizantes en la que los acróbatas, los payasos, los jinetes y los animales del circo hacen su desfile alrededor de las tiendas mientras los contempla una multitud engalanada para la ocasión. Lo sorprendente son los trenes, que acuden desde distintos puntos cardinales por vías que confluyen en la gran esplanada donde se han instalado las carpas.

Sigamos en el Nuevo Mundo. Fue allí donde el empresario W. C. Coup diseñó en 1872 unos vagones plataforma específicamente pensados para facilitar la carga y descarga de los carromatos y las caravanas. Ello facilitó la expansión del circo. Tom Parkinson y Charles Philip Fox son los autores del libro The Circus Moves by Rail que recoge fotografías, carteles y textos de época sobre el uso del ferrocarril por parte de las compañías circenses.

Los carteles de publicidad de estos años dorados, cuyo principal motivo eran las fieras salvajes, a menudo incluyen el despliegue de medios ferroviarios del circo como un reclamo. En el cartel del Cole Bros Circus podemos ver vagones para cargar materiales, coches para el personal y plataformas preparadas para subir y bajar los carromatos de ellas. En el cartel del Barnum & Bailey Circus podemos leer: «Una imagen realista de la llegada de nuestros cuatro trenes de 70 vagones de largo construidos en Stoke on Trent a partir del proyecto americano para transportar el Mammoth Show de ciudad en ciudad con sus caballos, sus dos colecciones de animales y su vasto material de espectáculo».

El circo de los hermanos Ringling, que se fusionó con el de Barnum & Bailey para formar el mítico Ringling Brothers and Barnum & Bailey Circus, sigue en la memoria colectiva de los norteamericanos. Sobrevivió a la Gran Depresión de 1929 e incluso consiguió en 1942 un permiso especial de la presidencia de los USA para usar las vías férreas a pasar de las restricciones de transporte a causa de la Segunda Guerra Mundial; pero, como a todos, el final les llegó a causa de sus elevados costes, del éxito del cine y por la presión de los que estaban en contra de que hubiera animales en sus espectáculos. Los carteles de este gran circo muestran su gran despliegue ferroviario. En el que encabeza esta entrada dice: «100 vagones de acero de doble largo abarrotados de maravillas procedentes de todos los rincones de la Tierra».

La competencia entre los circos era feroz y eso puede observarse en los carteles promocionales. El de Al G. Barnes ponía el acento en sus animales, pero también en sus trenes y en la expectación que provocaba su llegada; la inscripción del cartel dice: «Escena de la llegada de los trenes de Al G. Barnes Circus a primera hora de la mañana». 

A este lado del Atlántico, el circo también tuvo su época dorada, que fue más prolongada en el este de Europa, pero es raro encontrar carteles promocionales con trenes. Sin embargo, sí que aparecen en Rusia, donde las distancias son muy largas. El circo ruso de los Durov, a pesar de que su gran reclamo era el uso de animales amaestrados, reflejaba en sus carteles la importancia logística que el tren tenía para ellos.


Ian Fleming hizo que su agente James Bond tuviera contacto con un circo que viajaba en tren. En Octopussy (1983) se narra el enfrentamiento entre el agente 007 y el general Orlov, un belicista soviético que, al ser rechazada su propuesta de atacar a las fuerzas de la OTAN, urde un plan consistente en hacer explotar, de forma que parezca un accidente, un artefacto nuclear en una base americana y generar en la población europea desconfianza hacia su armamento. Una vez retiradas las bombas nucleares por la esperada presión de la población civil, Moscú tendría vía libre para ocupar Europa. Para ejecutar tan peregrino plan, Orlov utiliza, sin que ella lo sepa, el tren de un circo perteneciente a la bella contrabandista Octopussy y esconde la bomba atómica en el cañón del hombre-bala. James Bond perseguirá el tren, lo abordará y logrará desactivar la bomba en el último momento. 


El inicio de la decadencia de los grandes circos americanos fue recreado en la novela Water for Elephants (2006, Agua para elefantes) de Sara Gruen. Narra la aventura de un estudiante de veterinaria que, durante la Gran Depresión, sube como polizón al tren de un circo, el dueño le contrata como veterinario, cuida de una elefanta y acaba teniendo una relación amorosa con la amazona que está casada con el dueño. El tren es el escenario permanente de la historia.

Estamos en una vía lateral detrás del Escuadrón Volador, que, evidentemente, lleva algunas horas allí. La ciudad de lona ya se ha erigido, para deleite de la multitud de habitantes del pueblo que se pasea contemplándolo todo. Filas de chiquillos se sientan encima del Escuadrón Volador, observando la explanada con ojos brillantes. Sus padres están congregados debajo y señalan las diferentes maravillas que aparecen ante ellos. Los trabajadores del tren principal se bajan de los coches cama, encienden cigarrillos y cruzan la explanada en dirección a la cantina. Su bandera azul y naranja ya ondea y la caldera eructa vapor a su lado, dando un alegre testimonio del desayuno que ofrece.
Los artistas van saliendo de los vagones de la cola del tren, claramente de mejor calidad. Existe una jerarquía evidente: cuanto más cerca de la cola, más impresionantes las estancias que contienen. El mismísimo Tío Al desciende del vagón anterior al furgón de cola. No puedo evitar reparar en que Kinko y yo somos los viajeros humanos que más cerca van de la locomotora.
[…]
El tren de los Hermanos Fox ha sido retirado de la vía muerta y el tan cacareado vagón de la elefanta está ahora enganchado justo detrás de nuestra locomotora, donde el traqueteo es más suave. Tiene tragaluces en lugar de rendijas y es de metal.
Esta novela fue llevada al cine por Francis Lawrence en 2011. La cinta tiene una larga escena en la que un empleado acompaña al protagonista a lo largo del tren para mostrarle toda la fauna humana que trabaja en él y viaja en los distintos vagones y coches.

 

El de un circo viajando en un tren es un tema que ha pervivido en el tiempo. Podemos encontrar juegos de mesa basados en el deambular en tren de una compañía por el continente americano y son muchos los libros infantiles que aprovechan la atractiva combinación del tren, el colorido inherente al circo y la presencia de animales, aunque la concienciación sobre el bienestar animal está liberando a los leones de las jaulas. El tema ha pervivido en artistas de estilos muy distintos, veamos un ejemplo del siglo XX y otro del siglo XXI: N. Horn y su óleo Ringling Brothers Circus at the Train Station...

... y Bri Buckley y su The Traveling Circus

Todo parece indicar que el circo y los trenes seguirán juntos en el mundo de la creación artística.