El expreso 703/704, apodado "el Sevillano" en Cataluña y "el Catalán" en Andalucía, salía de la estación Plaza de Armas de Sevilla y hacía su trayecto vía Córdoba, Linares Baeza, Alcázar de San Juan, Albacete, Valencia y Tarragona, para rendir viaje en la Estación de Francia de Barcelona. Hacía inversiones de marcha en Alcázar y en Valencia, y prefería esta ruta más larga a pasar por la más corta de Granada, Baza y Murcia por tener esta última peores infraestructuras. En un inicio, en los años cincuenta, el trayecto sólo estaba electrificado entre Tarragona y Barcelona, de manera que las locomotoras que lo arrastraron fueron cambiando con los años. Tuvo un máximo de catorce coches y furgones. Para recorrer los 1136 quilómetros de su trayecto, invertía treinta horas en los años cincuenta y 19 horas en 1979. Se vendían billetes con derecho a asiento y billetes de pie, pero una norma tácita hacía que se cedieran los asientos a las mujeres y a los mayores. Uno de sus coches se conserva como sala expositiva en el Museo de la Immigración de Cataluña [foto de cabecera].
El escritor Francisco Candel Tortajada, "Paco Candel" (1925–2007), en Inmigrantes y Trabajadores (1972), hace esta descripción de las diez horas de viaje entre Villareal (Castellón) y Barcelona en el Sevillano en el año 1964.
El tren iba lleno. Los pasillos, repletos de maletas. Casi todas las maletas eran de madera y estaban atadas con cuerdas. Todos los viajeros llevaban cestas y cajas de cartón. Muchos de esos paquetes eran encargos de conocidos del lugar de origen para conocidos de aquí. Muchos de ellos habían ido a pasar las fiestas de Navidad con la familia y todos regresaban trayéndose a alguien con ellos. Algunos se traían a sus padres. En el compartimiento en el que después de un rato de viaje logré encontrar sitio, iba un joven matrimonio con dos o tres chiquillos. La mujer y la prole habían ido a pasar un mes o dos en el pueblo y el marido había ido a buscarlos. Se habían traído con ellos a una sobrina de doce años. La chiquilla, al ver la enorme distancia que la iba separando de su madre, no hacía más que llorar desconsoladamente. Toda aquella gente llevaba más de 24 horas en el tren. Habían atado una cuerda de un lado a otro del compartimiento y habían puesto la ropa de los críos a secar. En es mismo departamento iba un chico de unos diecisiete años. Tenía una hermana en Barcelona y él iba a reunirse con ella. Trabajaba de panadero en Granada. Le pagaban 15 duros diarios por más de diez horas de trabajo. Un amigo suyo se había ido a Barcelona, y a los cuatro meses se había llevado a toda su familia con él. Este muchacho llevaba las mismas esperanzas. El vagón estaba sucio. Olía a sudor, a orines, hedía. Pieles de naranja y colillas alfombraban el suelo. El lavabo estaba embozado, lleno de agua y meados; con el traqueteo del tren, el líquido iba rebosando y toda la plataforma estaba inundada. A veces hacíamos turnos y dejábamos sentarse a los que iban de pie en el pasadizo.
Otro escritor, Josep Vallverdú (1923), que en sus inicios tenía la costumbre de pasear por las estaciones de tren para acumular experiencias visuales que después vertía en sus libros, describe sus recuerdos de la llegada del Sevillano a Barcelona en Vagó de tercera (Vagón de tercera, 1996):
Quizás en alguna otra ocasión los había visto por las calles de Barcelona, esperando el taxi o montados en una furgoneta, a la búsqueda del barrio donde residirían: ahora los veía, simplemente, llegar. En el andén había un indescriptible zigurat de colchones, almohadas, alguna silla, ollas, palanganas, críos con los ojos muy abiertos o muy cerrados, viejos y viejas de ropas oscuras, sombríos de rostro, que esperaban el turno de obedecer lo que les sería ordenado por los jóvenes. Unos jóvenes que habían emigrado desde el sur unos meses antes y que ahora les habían reclamado, una vez tenían la situación más estabilizada, con un terreno y una barraca o piso propio o medio piso realquilado.
Mar verde. La ventana estaba abierta, desde la vega llegaban las voces del viento en su huida.
–Tengo los billetes de “El Sevillano”. Para Todos los Santos nos vamos.
Palabras que arañan. Susurro.
–Compréndalo, vamos en busca de una vida mejor.
Sueño en el vacío.
En "El viaje", la voz poética recupera los recuerdos del trayecto y sobre ellos va extendiendo, como capas de pintura, no sólo la reflexión adulta, sino también el mecanismo interior que convierte todo ello en material poético.
Diciembre, noche, 1962. Apeadero de tren, trasiego de maletas. Una cantina. Café con leche, aguardiente, frío. Un gran reloj marca las doce. Un niño mira y remira. Las agujas no avanzan, reloj fantasma. Por todas partes capotes verdes y voces, voces. Los niños inquietos quieren jugar. ¡Estaos quietos! Grito que oculta el miedo frente a la quietud de la vías. El niño mira a su madre hundido en la penumbra. Lágrima. Sangre y no agua. En sus espaldas un horizonte poblado de cadáveres alimentado por gachas de harinas negras. ¡Mamá, la niña quiere mear! Debajo de la noche el orín moja unos zapatos de plástico. A lo lejos un tren silva, rompe el silencio. Imagen lacrada: estoy sólo ante el relente... la luz indecisa de un cigarro avanza. ¡Preparáos! Cinco o seis maletas de cartón atadas con cuerda. Un botijo lleno de agua. Un hatillo de trapos. Una cesta y cuatro chiquillos. La tristeza-esperanza huía en vagones de tercera vigilada por los hombres-cicuta. Nadie despide al cortejo. Sólo el reloj que señala las doce. ¿Del día o de la noche?
(…)
El tren hace su viaje y la voz poética va y viene de la dureza del viaje a aquello que la familia está dejando atrás. La sequia y el caciquismo que les han empujado a marchar, las blasfemias al recordarlo, el paso del revisor, la bebida y la comida compartida entre viajeros, la abuela que se ha quedado sola en casa ante la lumbre, los viajes al lavabo inmundo, las preguntas de los niños… todo se va posando a lo largo del poema. Hasta que el tren llega a su destino:
(…)
Días de hombres-cicuta: montado en su caballo se untaba de majestad entrando bajo palio. En el compartimiento una copla suena. Voces desafinadas. Fuera de ellas un dedo infantil resbala sobre el cristal, sin retomo posible. ¿Qué hora es? Las... llevamos dieciocho horas en el tren. Tinta sobre papel blanco. La sangre no coagula esparcida por la tormenta. Veintiocho horas de viaje. Estamos llegando… Voces. Voces y capotes. Un frenesí de bultos en la procesión del desamparo. ¡Tened cuidado! ¡No os soltéis de la mano! Humo sobre las personas con ademanes de argolla. Desnudos frente al abismo compartimos él frío. Mientras ante nuestros ojos se extendía el estanque de lo peces dorados...
¡Me cago en Dios y en la puta sequía!