jueves, 16 de julio de 2020

Vamos a la playa... en tren


Esta litografía del español Daniel Perea Rojas (1834-1909), realizada a finales del siglo XIX y titulada Hacia la playa, nos muestra el momento en que un grupo de damas y caballeros con sus gales estivales suben al tren para dirigirse a la costa. Uno se los imagina llegando a su destino, alojándose en hoteles frente al mar o abriendo sus casas de veraneo. Por la mañana bajarán a la playa, se instalarán en sillas de ratán, abrirán parasoles y se bañarán cubiertos púdicamente con trajes de baño que dejarán poca piel a la vista.

Con el paso de los años, se popularizó el tomar baños de mar y los trenes que bajaban a la costa se llenaban todos los veranos. El problema aparece cuando las playas a las que llegan los trenes están también llenas. Valentí Castanys en el ensayo humorístico Baños de mar recogido en el volumen El señor que se mete en todo (1943) caricaturiza así la situación: 
Cuando la playa está a varios kilómetros de la capital, queda espacio para maniobrar, y vemos a esas señoras gordas, provistas de corchos y calabazas, que se mojan los pies, y cuando una ola les llega a los tobillos, chillan como ratones y huyen despavoridas como si una marea imprevista amenazara con inundar la tierra.

En estas playas, bajo un sol de fuego, sentados junto a la vía férrea, comen sus vituallas y duermen una siesta. Cuando pasa un tren, los que siguen viajando en busca de una playa libre, asoman por las ventanillas y preguntan:

— ¿Queda espacio? ¿Hay playa para una familia?

Pero la negativa les proporciona un nuevo desengaño. Llevan tres domingos recorriendo el litoral, con la tienda plegable y la pelota, y aún no han podido instalarse.
El texto se publicó con los dibujos del propio autor


El humorista gráfico Cesc, en una viñeta de 1972 también reflejó la congestión de las playas de la comarca barcelonesa del Maresme, aunque en este caso el pie del dibujo era un comentario jocoso sobre la idea de añadir una tercera vía a la línea de la costa para facilitar la circulación de los trenes semidirectos.


De los trenes que llevaban los bañistas al mar, uno de los más celebrados era El Bañero, que, por la línea de la Val de Zafán llevaba a los habitantes del Bajo Aragón hasta las playas del sur de Cataluña. El grupo musical Quico el Cèlio, el Nen i el Mut de Ferreries le dedicó la canción Tren Bañero, una fusión de jota y rumba que pude oírse aquí  y cuya letra, traducida del catalán, dice:
Desde el Aragón a la Ampolla en tren
bajábamos en el Bañero
hacia la playa lleno de gente.

De vagones de madera y a carbón
colchones, flotadores.
muchas cañas de pescar,
salinidad, olor de playa...
y cestas con comidas.

Y cuando llega a la estación
"tren directo a la mar"
cuatro empujones y al vagón.

No hay que tener prisa para subir
"tren directo a la mar"
Dios sabe cuándo saldrá.

Asómate a la ventanilla,
mira que me quiero despedir.
Sin que te cante una jota.
tu no has de marchar de aquí.

Y cuando llega a la estación
"tren directo a la mar"
cuatro empujones y al vagón.
Las vacaciones son cortas y quien va a la playa quiere aprovecharlas al máximo. Eso dibuja Godeau en su viñeta humorística.


miércoles, 1 de julio de 2020

Cuando el maquinista es la primera víctima de un atropello


Sergio Olguín (1967) es un periodista y escritor nacido en Buenos Aires, con mucha obra publicada y premiada, pero la novela que nos interesa revisitar aquí es La fragilidad de los cuerpos (2012), que fue publicada por Tusquets en Buenos Aires y es la primera de una saga de tres novelas negras protagonizadas por una periodista.

La fragilidad de los cuerpos arranca con el suicidio de un maquinista de la compañía ferroviaria Sarmiento y de inmediato, de la mano de la periodista protagonista, entra en el tema de las secuelas que sufren los ferroviarios que han atropellado a una persona. El autor lo pone en boca de un maquinista que acompañará a la periodista en su investigación

El maquinista le habla de su experiencia con los atropellos:
—Tuviste muchos accidentes?

—¿Yo? Cinco accidentes y seis muertos. Tengo un compañero que tuvo quince.

—Debe ser difícil volver a manejar un tren después de haber pisado a alguien.

—No es difícil, es imposible. —Pero vos volvés, tu compañero que tuvo quince también.

—Muchos de los que están en control de pasajes son maquinistas que no soportaron volver a subir a un tren. Yo vuelvo porque es lo único que sé hacer y tengo una esposa y dos hijos que mantener.

—Podrías pasar a control de pasajes vos también.

—También podría pegarme un tiro. Las posibilidades de elección son muchas.

—¿Creés que se podrían evitar las muertes?

—¿Y qué querés que te diga? Que no cruces con la barrera baja, que no camines por las vías, que si vas a suicidarte elijas tomar pastillas o tirarte de un décimo piso. Qué sé yo. Disculpame la expresión, pero la prevención me chupa un huevo. Nadie me va a quitar que maté a seis personas.

—No las mataste vos. Se tiraron bajo el tren.

—¿Sabés cómo se siente?
(...)

En tres ocasiones lo habían llevado a una comisaría y lo habían dejado demorado toda la noche. Incluso el abogado de la empresa había tenido que ir a sacarlo. Aunque tal vez era mejor eso que terminar en un hospital en estado de shock. O tener que soportar al psicólogo de la empresa, que quiere calmar con una aspirina un cáncer que corroe las entrañas. El cáncer de haber visto, de recordar imágenes, sonidos y también el silencio, la escena que desaparece tras un manto blanco, como el que dicen que ven los ciegos. Cuarenta y ocho horas. Ese era el tiempo que el psicólogo le daba de reposo y después lo volvía a observar. Alguna vez le prolongaba dos días más el descanso, pero él hacía todo lo posible para reincorporarse al trabajo.
El tema es tratado en diversos capítulos, a medida que avanza la investigación, agrandando el círculo de conocimiento y reflexión; incluso se cita el mecanismo sicológico que genera en el maquinista una reacción de odio hacia la víctima del atropello. Pero mejor no reproducir ningún fragmento más para evitar el spoiler.

Una curiosidad: al maquinista, la periodista lo encuentra googleando y el autor no puede evitar un comentario "gracioso" sobre los aficionados al ferrocarril:
Y para su sorpresa, había algo. En un blog dedicado a los trenes del Sarmiento, que hacía un fanático de la línea (que hubiera fanáticos de un ferrocarril cualquiera que incluso funcionaba mal no la sorprendía, había visto otros casos extremos de insania).
El maquinista le habla también a la periodista de algo que en España suele llamarse "el sentir ferroviario" y que no es más que la mezcla del orgullo de ser ferroviario, de pertenecer a una estirpe de empleados del ferrocarril y de practicar una particular solidaridad corporativa.
—Mi abuelo y mi padre fueron maquinistas. Mi abuelo condujo el tren a vapor que cruzaba la Patagonia y mi padre también comenzó manejando máquinas a vapor. Fue el primero en conducir una locomotora diésel. Estuvo en el ferrocarril Sarmiento hasta que se jubiló en el 93.
—¿Siempre quisiste ser maquinista como tu papá y tu abuelo?
—No, yo no quería ser como ellos. Bah, de chico sí, pero después no. De chico, me gustaba acompañar a mi viejo y manejar los controles. Pero a medida que crecía, pensaba que podía ser otra cosa. Algo… no sé… algo más profesional.
—¿Qué querías ser?
—Ingeniero civil. Entré a la facultad el mismo año que comencé a trabajar en los talleres del Sarmiento.
—Trabajabas y estudiabas.
—Sí, pero dejé en segundo año. Y acá hice los cursos para maquinista que no necesitaba porque ya sabía conducir. Me fui quedando.
También se describe el material ferroviario
—Hace unos años —le contó— yo trabajaba con trenes de carga. Eso me gustaba más. Los trenes de carga tienen locomotoras auténticas. No estos cuartitos.
—Esas locomotoras que se ven en las películas. Negras, echando humo.
—Bueno, no tan antiguas. Cuando era chico me gustaba ver las unidades que conducía mi viejo. Le decían «chanchas». Eran unos coches con motor Fiat que asustaban un poco. Tenían aspecto de una máscara gigante como la que aparece en La guerra de las galaxias. Una especie de guerrero galáctico con unas ventanas enrejadas que parecían ojos y una mandíbula de metal.  
(...)

La ciudad desaparecía por unos segundos, no había edificios ni casas y daba la falsa sensación de haber llegado al campo. Solo se veían terrenos con vagones abandonados, como si ese espacio entre Haedo y Morón fuera un cementerio de trenes.
—¿Ves? —le dijo Lucio señalándole las unidades que descansaban herrumbradas y rotas a los costados de las vías—. Esas son las chanchas de las que te hablé hace un rato. Cuando era chico había gente que les decía langostas. Yo llegué a manejar algunas en los noventa. Después vinieron los camellos y ahora hasta tenemos pumas. A este coche no le pusieron nombre de animal. Es una Toyota viejita, pero rendidora.

(…)

«Viva los Toshiba del Sarmiento» había escrito un compañero en una foto que pegó en la cabina de la formación 8, un tren Toshiba importado de Japón hacía décadas. Era una imagen del atardecer visto desde la cabina a la altura de Haedo.
Y no falta la reivindicación y la queja por el abandono de los ferrocarriles en Argentina
—A vos te debe sorprender porque sos joven, pero hubo un tiempo en que en la Argentina había trenes en todo el país. Justamente, fue en esos días que dejaron de funcionar. ¿Te acordás del “ramal que para, ramal que cierra” de nuestro benemérito presidente? La cuestión es que el tren atropelló a un chiquito de unos ocho o nueve años.
Y, a la postre, el argumento nos lleva a las villas de Buenos Aires y pone de manifiesto un panorama de miseria y corrupción en la que caben sórdidos juegos con los trenes en los que se pone en riesgo la vida de preadolescentes.

Sergio Olguín

Existe una versión en serie televisiva de esta novela que tiene el mismo título y es una producción conjunta de Pol-ka, eltrece , Cablevisión y TNT. La serie tiene ocho capítulos que se estrenaron en 2017.