jueves, 24 de julio de 2014

¿Por qué fabulamos con aventuras galantes cuando viajamos en tren?

Parece que es común, durante los viajes en tren, el fabular aventuras románticas o eróticas con los compañeros o compañeras de viaje. Como dice Vinceç Pagès Jordà en su última novela Dies de frontera (2013, Días de frontera):
No sabemos si está relacionado con la sinuosidad del cubículo, con la penumbra, con las posibilidades de contacto con desconocidos. En todo caso, el tren es el medio de transporte que genera más expectativas sentimentales. Nos encontramos cerca de personas que no tienen nada en común con nosotros excepto una parte del trayecto, compartiendo un espacio precario pero no tan incomodo como el autobús, no tan angustiante como el avión, no tan reducido como el coche.
La literatura y el cine han utilizado desde muy antiguo el recurso de explicar aventuras eróticas acontecidas en los coches del ferrocarril, para acabar diciendo que se trataba de un sueño o de una fabulación. Tomemos dos ejemplos, uno de cada arte.

En 1877 Benito Pérez Galdós publicó un relato titulado Theros, en el que la voz narrativa explica como, al inicio de su viaje en tren de Cádiz a Cantabria, aparece de la nada en su coche una mujer desnuda y ardorosa, que le seduce, pero que se va apaciguando durante el trayecto. El protagonista se enamora de la mujer, se casan y ella desaparece en el mar cuando se bañan en el Sardinero. La mujer que aparece en Theros, calor en griego, es una alegoría del verano. Todo fue una ensoñación.
Cien años después, Derek Ford utilizó el mismo recurso en Diversions (1976) Era una película con pretensiones, muy de su época, de hacer cine con sexo explícito y guión culto. Fue calificada como X y también circuló una versión suave para las salas ordinarias titulada Sex Express. La cinta tiene una ambientación ferroviaria absolutamente british que arranca en la estación de St Pancras, continua viaje por la campiña inglesa y acaba en la estación de Easton. Una agente de policía que escolta a una presa fantasea con aventuras sexuales de diferente tipo con los ocupantes del compartimiento en el que viaja.

Pero… ¿por qué somos tan propensos a fabular y a explicar historias galantes acontecidas en trenes? En un artículo publicado en Nuevo Mundo el 13 de octubre de 1922, titulado Las viajeras, Mariano Benlliurre ya se lo preguntaba:
Si vamos a dar crédito a las historias que de continuo nos cuentan los Tenorios, deberemos pensar que el tren, no sólo es propicio a las aventuras galantes, sino que hasta tiene el milagroso don de encender en las mujeres más honestas y virtuosas, arrebatadoras e indomables ansias de amor.
Todos estaréis hartes de oír referir esas historias picantes, que comienzan así: “Yendo yo de París a Bruselas...”, “Volviendo un verano de Torreloclones...”, “Iba yo en el Oriente Express...”
¿Cuál será el secreto de que el tren ejerza con tan maravillosa eficacia el oficio de tercería?
He aquí un problema que me he planteado muchas veces, y cuya solución nunca he pedido encontrar.
En el cuerpo del artículo especula a partir de las experiencias de conocidos y de las propias, se acerca a la idea del tren como espació anónimo, explica sus intentos de pillar a sus conocidos en una contradicción, hasta que llega a la conclusión que el noventa y nueve por ciento de las aventuras ferroviarias que le han contado son falsas, de manera que se cuestiona porqué del fenómeno de las fabulaciones sobre conquistas en el tren y acaba aventurando una conclusión:
El viajero, al sentirse lanzado como una flecha a través del paisaje, lo es grato imaginar que vuela hacia la felicidad; y al representarse esa felicidad, necesita poner en primer término una figura de mujer, y entonces piensa que esa, mujer es una viajera que está enfrente, y á la cual él le dice: “Señora...” y la viajera le contesta: “Caballero...” Y él le replica: “...” Y ella: “...” Y así la aventura llega a su feliz desenlace con esa milagrosa rapidez que sólo existe en los sueños, mientras el protagonista va viendo como el paisaje desfila por el marco de la ventanilla.
El viajero se va encariñando con su ensueño, va acariciándole, adornándolo con toda clase de detalles; y cuando llega al término del viaje, no se resigna a. renunciar a su bello ensueño: quiere que haya sido verdad, y entonces es cuando empieza a contarlo como realidad, y lo cuenta tantas veces, con tanto amor, que llega a creérselo... Y ahí se crea el mito –come se crean todos los mitos– de las venturas galantes en los trenes.