De noche, las estaciones de tren tienen un encanto particular, parecen templos adormecidos después de un culto frenético o teatros con las luces apagadas después de la función. Los discos coloreados de los semáforos y las luces tenues de los faroles son los que les proporcionan esa atmósfera misteriosa y reticentemente acogedora. En este fragmento de la novela Los siete locos (1929) del argentino Roberto Arlt, el protagonista, a pesar de sus tribulaciones, se fija en las luces de los semáforos.
Un trozo de andén de la estación de Témperley estaba débilmente iluminado por la luz que salía de una puerta de la oficina de los telegrafistas. Erdosain sentose en un banco junto a las palancas para los cambios de vías, en la oscuridad. Tenía frío y tal vez fiebre. Además experimentaba la impresión de que la idea criminosa era una continuidad de su cuerpo, como el hombre de tiniebla que pudiera arrojar en la luz. Un disco rojo brillaba al extremo del brazo invisible del semáforo: más allá otros círculos rojos y verdes estaban clavados en la oscuridad, y la curva del riel galvanoplastiado de esas luces sumergía en las tinieblas su redondez azulenca o carminosa. A veces la luz roja o verde, descendía. Luego todo permanecía quieto, dejando de rechinar las cadenas en las roldanas y cesando el roce de los alambres en las piedras.
El intelectual catalán Ferran Soldevila fue lector de español en la universidad de Liverpool entre 1926 y 1928. Las impresiones y experiencias de aquella estancia están recogidas en el volumen Hores angleses (1938, Horas inglesas). Hay diversas anotaciones sobre el tren en este dietario. Algunas son sencillos apuntes poéticos, como este recuerdo de su regreso a Inglaterra para empezar el nuevo curso en octubre de 1927:
Londres: – Niebla espesa: las luces de la estación suspendidas del firmamento.
Javier Marías también fue lector de español en Inglaterra, en su caso en Oxford. En los primeros compases de la novela Todas las almas (1989), ambientada en esta ciudad universitaria, hay una memorable escena en el andén de la estación de Didcot, donde el protagonista espera su enlace para Oxford. La iluminación nocturna de la estación conforma la atmósfera.
En Inglaterra los desconocidos no suelen hablarse, ni siquiera en los trenes ni durante las largas esperas, y el silencio nocturno de la estación de Didcot es uno de los más extensos que yo he conocido. (…) Unas pocas luces, separadas por decenas de metros para así evitar el despilfarro, alumbran temerosamente estos andenes aun no barridos que semejan el suelo dejado atrás por una fiesta callejera y pobre. Apenas si se distinguen los breves tramos de piedra y riel que cada una ilumina con parpadeos, y una de ellas ilumina también mi rostro que surge de un abrigo azul marino con el cuello subido y unos zapatos y tobillos de mujer cuya dueña queda en sombra.
Probablemente sea el pintor Lionel Walden qui más haya jugado con las luces de los semáforos y de las estaciones, como pude verse en estas dos obras de 1890 y 1894. Ambas pintadas en la zona portuaria de Cardiff, capital del País de Gales (GB) a la hora del crepúsculo, cuando la luz de los semáforos ya prevalece sobre la obscuridad que se acerca.