miércoles, 6 de marzo de 2024

Dos aventuras (valencianas) en el tren


I

Ediciones Cid publicó en 1954 La aventura en el tren de José María Salaverría en la colección La novela del sábado. Por aquellos años, publicaron también relatos o novelas cortas en esta colección escritores como Miguel Delibes, Ignacio Aldecoa, Azorín, Carmen Laforet o Gonzalo Torrente Ballester. Algunos recordarán también la editorial por sus tebeos: Diego Valor, Billy el niño o Jinetes del espacio.

Salaverría (1873–1940) nació en Vinaroz (Castellón). Se dedicó sobre todo al periodismo, fue colaborador de Los lunes del Imparcial, de ABC y de La Nación de Buenos Aires. Ideológicamente, evolucionó desde los postulados regeneracionistas de la generación del 98 hasta posiciones afines a la derecha totalitaria. Como novelista, sus títulos más destacados fueron Nicéforo el Bueno, El oculto pecado, Viajero de amor o La Virgen de Aránzazu.

En sus 47 páginas, La aventura en el tren relata el encuentro, en un expreso nocturno de lujo entre París y Madrid, de una traficante de joyas, Sara, y un ladrón con escasa destreza en el oficio, Carlos. Él es un joven apuesto, moreno y de ojos claros. Ella es una mujer definida con todos los tópicos del momento: mujer fatal a la usanza de las películas americanas, pero que reconoce y acepta la superioridad del hombre. El autor la describe al límite de lo que permitía la censura de la época. Ha caído la noche y la protagonista se retira a su compartimento:
Había cenado bien, con una buena copita de Benedictino para postre, y sentía que su naturaleza en pleno vigor, en plena juventud robusta y sabia, hubiera podido aprovechar alguna discreta coyuntura, de esas que el destino sabe situar al paso de las personas entendidas. Pero por el momento el destino daba muestras de estar ausente. No; de todos los habitantes del vagón ninguno valía la pena.
Esconde el bolso en el que lleva las joyas bajo el colchón, coloca el revolver bajo la almohada y se dispone a dormir. En ese momento entra el ladrón por la ventanilla. No ha tenido tiempo la mujer de cubrir su desnudez, que el joven saca la navaja y le ordena: «—¡Pronto! ¡Entrégueme todo lo que lleva!». Pero la experimentada traficante, contra todo pronóstico, no reacciona empuñando su arma.
Pero no se acordó de que existía el revólver. No se acordaba entonces de nada. Sólo sentía un frío imaginativo en sus trémulas carnes, como si ya estuviese a punto de atravesárselas la aguda y reluciente punta de la navaja. Nunca le había ocurrido sentirse tan femenina, tan débil y subordinada mujer como entonces; nunca se había visto tan impresionada por la energía y la superioridad del varón. Pero al mismo tiempo, y cuanto más pronunciaba su naturaleza femenina, sintió crecer en ella un valor extraño y una imprevista fuerza.
La mujer coquetea con el ladrón, le entrega un estuche con joyas falsas, se miran a los ojos, se sientan en la litera y entablan una conversación. Él le cuenta su vida, bastante desgraciada, también en amores. Ella le hace saber que ha detectado su inexperiencia.
—No sabe usted robar, ni tiene temperamento de ladrón. Todo en usted me habla de violencia, de que está usted contrariando a sus instintos más profundos. Amigo mío, a usted lo han lanzado a una vida por la cual no siente la menor vocación. Y no hay más que mirarle a usted para adivinar que ha sido impulsado a esto por una mujer.
En efecto, Carlos se había ido a Buenos Aires al desertar de la legión y allí conoció a una cupletista, Rosina, hermana de un mafioso siciliano. Acaban de llegar a España huyendo de la mafia, pero ella no consigue triunfar y él intenta robar para mantenerla. Cuando el tren frena en la siguiente estación…
En seguida, rápida y segura, Sara Leviller echó mano debajo de la almohada y empuñó el revólver. De un salto se colocó junto a la puerta del camarote y dio vuelta al pestillo, en tanto que apuntaba al pecho del ladrón. Y prorrumpió con una mezcla de risa cruel y de grito feroz:

—¿Para qué se mete en estas cosas, si no sabe? Le ha entontecido a usted su Rosina... ¡Váyase a la cárcel, amigo mío, y que allí le enseñen a robar los verdaderos ladrones, los hombres de verdad!...
Tiempo después, Sara coincide con Rosina en un hotel de Madrid y eso despierta su curiosidad: acude a su espectáculo y entabla relación con ella. Una noche, la cupletista invita a la traficante a un trago en su habitación. En la repisa de la chimenea hay una fotografía de Carlos. Rosina le cuenta que ella lo visitaba en la cárcel todo lo que podía, que él le había explicado su aventura en el tren, que enloquecía avergonzado al recordarla y que murió en la cárcel. Y hechas las explicaciones:
—¡Mi madre era calabresa! ¡En Calabria hay una ley que dice que la venganza es sagrada! ¡Quien la hace la paga! ¡Aunque pasen veinte años, el traidor la pagará!...

¿Pero cómo ha sido? ¿De dónde ha sacado Rosina ese estilete? Es largo y delgado, brillante y agudísimo. Tiene la ligereza y la fría crueldad de un reptil irritado. A su vista, el último resto de energía se ha desvanecido en Sara. Comprende que va a morir. No trata de defenderse. Sólo acierta a iniciar un grito de suprema angustia, que la punta del estilete ha frustrado.


II


Casi treinta años después, en 1981, un editor valenciano recuperó una publicación semanal que había circulado entre los años 1908 y 1921 llamada El cuento del dumenche (El cuento del domingo). En ella publicó Jordi Valor Serra un relato escrito en 1953 titulado Una aventura en el tren.

Valor (1908-1984) nació en Alcoy y empezó su actividad literaria como colaborador de publicaciones locales, como escritor publicó, entre otras obras, Histories casolanes (1950, Historias caseras), Ducado de Bernia (1954), Narracions alacantines de muntanya i voramar (1959, Narraciones alicantinas de montaña y litoral), Rescoldo del Islam (1960) o Costumbrismo alcoyano (1973).

El protagonista del relato toma, en 1930, el tren descendente de Jaca que hace parada en Huesca a las 18:30 y llega a Tardienta para enlazar con el expreso a Barcelona procedente de Madrid.
El vagón era antiguo. Cada compartimiento tenía puerta al exterior sin poder recorrerse el coche, es decir, que íbamos enjaulados como gallinas, y hasta el revisor había de salir por la portezuela y por el estribo y, agarrado a las ansas del subidor, pasar al compartimiento de al lado cuatro o cinco veces por cada vagón.
(…)
En el último momento ya sonaba la campana del jefe de estación dando la salida cuando llegó una señorita rubia con una pesada maleta que introdujo en nuestra “jaula”.[1]
El protagonista ayuda a la joven con el equipaje y le ofrece por dos veces su asiento, que ella rechaza, aunque...
lo único que hizo fue rogarme que le dejara el periódico que llevaba en el bolsillo para ponérselo bajo los pies y descalzarse los zapatos de alto tacón que le fatigaban los pies: así no se ensuciaba las medias de seda con la porquería del suelo entarimado y carbonoso y las cáscaras de cacahuete, las pieles de altramuz y los huesos de dátil.
A los pasajeros del tren, aquel descalzarse les parece un acto de sinvergüencería, pero para el protagonista es el anuncio de un sutil juego erótico que se producirá cuando, al coincidir de nuevo al tomar el expreso de Barcelona, la joven hará por manera que acepte hacerse pasar por una pareja de recién casados a los ojos de un pesado tercer viajero que entabla conversación con ellos.
¿Qué mal puede haber en que nos crea casados si dentro de unas horas nadie de los de aquí estaremos juntos? ¿No me quiere decir su nombre todavía?
—Oh, perdón señorita. Me llamo Eliseu; ha sido un descuido. Sabe mi pueblo y mi destino.
—Pues bien, Eliseu, vamos a seguir el juego. Casados por a cuatro o cinco horas. ¿No es un ejercicio de experiencia per al día de mañana? ¡Soy de natural juguetona y, como usted me parece un buen mozo...!
El juego incluirá conversación cariñosa, monerías, tentempié a modo de cena, las alabanzas del tercer viajero ante una pareja feliz y breves y cariñosos tomarse del brazo, todo ello narrado con una prosa brillante, eficaz y sugerente.

El relato nombra las estaciones por las que pasa el expreso y que marcan distintos momentos del sutil y pícaro juego del fingimiento: Cariñena, Selgua (donde suben pasajeros procedentes del ferrocarril de Barbastro), Monzón, Lérida, Mollerusa, Manresa, Tarrasa, Sabadell… hasta rendir viaje en la Estación del Norte de Barcelona. Una vez allí, la chica apaga cualquier ilusión que se hubiera hecho el protagonista con un: «adiós, hasta nunca». Y así acaba el relato:

A la mañana siguiente, sobre la cubierta del barco —una moderna motonave blanca que me llevaba a Alicante—, me encontré en el bolsillo de las cerillas del pantalón su billete de ferrocarril. Era el único recuerdo que quedaba de esta aventura en el tren.


[1] Traducción del bloguero