miércoles, 5 de junio de 2024

El ingeniero y escritor Andréi Platónov y los trenes

Decía un consigna leninista que el comunismo era el poder de los soviets más la electrificación y, en consecuencia, uno de los primeros pasos de la revolución de octubre, una vez firmado el armisticio de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), fue el trazado de un plan para hacer llegar la electricidad y el ferrocarril a las zonas más deprimidas de Rusia. Se pretendía con ello favorecer el riego de los campos mediante bombas centrífugas accionadas por motores eléctricos y facilitar la movilidad de los recursos naturales y de los bienes manufacturados. Un protagonista de excepción de este desarrollo técnico fue el ingeniero y novelista ruso Andréi Platónovich Kliméntov, (1899–1951) que firmó sus obras literarias como Andréi Platonov.

 

Hijo de ferroviario, nació en Vorónezh en una familia humilde y a los quince años empezó a trabajar en un depósito de locomotoras como soldador de tuberías y ayudante de maquinista. Cuatro años después ingresó en la sección de Electrotecnia del Instituto del Transporte Ferroviario. Empezó a publicar sus primeros relatos, a menudo ambientados en los entornos técnicos que tan bien conocía. En 1926 fue elegido miembro del Comité Central de Agricultura e Industria Forestal y se trasladó a Moscú. En 1929 publicó la primera parte de su novela Chevengur, después, algunos de sus relatos, y el éxito que obtuvo le llevó a dedicarse sólo a la escritura, pero en la década de los treinta empezaron sus problemas con la censura estalinista, de manera que la versión completa de esta novela y de la mayoría de los relatos que ahora encontramos en La patria de la electricidad y otros relatos, no se rescataron y se publicaron hasta la década de los ochenta del pasado siglo. Fue corresponsal de guerra durante la Segunda Guerra Mundial y, como la censura seguía sobre su obra, se dedicó a la recopilación de cuentos infantiles hasta su muerte.


La tarea de Platonov como novelista es inextricable de su actividad profesional como ingeniero y, así, al tiempo que trabaja en la electrificación de regiones agrícolas remotas, reflexiona sobre la tecnología, su función social y sobre la naturaleza misma de la revolución. Estas experiencias y reflexiones quedan reflejadas en diversos relatos, pero sobre todo en el titulado La patria de la electricidad en el que nos describe sus esfuerzos por poner en marcha una dinamo y un sistema de bombas en una zona castigada por la sequía de los años veinte.

Una de las características de la obra literaria de Platónov es el singular trato que da a las máquinas y a la tecnología en general. En palabras del escritor Jaume Cabré, “Stalin convertía a las personas en tuercas, tornillos y tenazas; Platónov amaba las tuercas, los tornillos y las tenazas: las amaba tanto que las humanizaba”. Esta pasión por la tecnología y sus constructos está en las antípodas de la mirada fría y a menudo deshumanizada de los futurista, los personajes de Platónov aman a las máquinas porqué ven en ellas una esperanza de futuro, una posibilidad de felicidad en la medida que técnica y humanidad vayan de la mano. La descripción que Platónov hace de un técnico en el relato Fro, tiene mucho de autobiográfica:
El marido de Frosia tenía la facultad de sentir la tensión de la corriente eléctrica como una pasión propia. Daba alma a todo lo que tocaban sus manos y su mente, y por ello se hacía con una idea real acerca del movimiento de la fuerza de cualquier instalación mecánica y sentía directamente la dolorosa y paciente resistencia del metal corporal de la máquina.
En el relato El viejo mecánico, Piotr Savélich, un conductor de locomotoras de 72 años, casado y sin hijos (se les murió un hijo muy pequeño) se desvela pensando en los problemas de su locomotora, sufre tanto que acaba acudiendo antes de hora al trabajo para cuidar del tren porque no se acaba de fiar de la inexperiencia de su ayudante Kondrat que esta noche lo está conduciendo. Bajo la mirada comprensiva y sabia de su esposa, se levanta y va a esperarlo en un cruce.
–Kondrat no mantendrá la presión necesaria en la caldera. Él ama a la locomotora, pero está lejos de conocerla bien. Y no basta con conocer sólo una locomotora. Es necesario entender toda la naturaleza, la situación del tiempo y qué tienes sobre los rieles: helada o calor, y también hay que saberse las subidas de memoria, y saber cómo se siente la locomotora…
En el trayecto de regreso, realizado a todo vapor, no oyen el ruido de una manivela al romperse y la locomotora se estropea. Cuando por fin vuelve a casa, se trae con él a su ayudante, un huérfano que tiene la edad que tendría su hijo muerto. La relación de Piotr con su locomotora es muy sentimental, la de su ayudante Kondrat también lo es, y por eso, porqué aprecia en él la posibilidad de ser un buen maquinista, lo adopta.

Haciendo una simplificación, la novela Chevengur puede entenderse como el viaje iniciático de sus tres protagonistas en busca del verdadero socialismo por las regiones más afectadas por la sequía. En la tradición de la literatura rusa medieval, los tres jóvenes viven aventuras inverosímiles que rayan lo fantástico y lo surrealista, para acabar en el remoto pueblo de Chevengur donde, según una pandilla de excéntricos que se cruza en su camino, ya ha llegado el comunismo pleno. Lo que encuentran en realidad es un pueblo donde, después expulsar a los que tenían propiedades, esperan que el futuro venga solo, sin hacer ellos ningún esfuerzo ni emprender ningún proyecto. Chevengur es un canto al hecho de que la mayor riqueza de los humanos es que somos todos distintos y al hecho de que sólo de la mano de los sueños y los deseos, la tecnología es útil a la humanidad.

En uno de los lances de la novela, Sasha Dvánov, uno de los tres protagonistas, es acogido por el viejo ferroviario Zajar Pávlovich.
Lo único que producía alborozo en Zajar Pávlovich era permanecer sentado en el tejado y mirar a la lejanía, por donde, a dos verstas de la ciudad, pasaban a veces enfurecidos trenes ferroviarios. La rotación de las ruedas de la locomotora de vapor y la rápida respiración de ésta producían una alegre picazón en el cuerpo de Zajar Pávlovich; tenues lágrimas de compasión por la locomotora ponían húmedos sus ojos.
El fragmento de la misma novela que reproducimos a continuación constituye uno de los más bellos ejemplos del tratamiento por parte de un novelista de la pasión que puede llegar a sentir un ferroviario por su profesión y su mundo.
Al día siguiente Zajar Pávlovich acudió al depósito. El maquinista-maestro, un viejecito que desconfiaba de las personas vivas, estuvo observándole durante largo rato. Amaba las locomotoras con tanta pasión y celo que sentía pavor al verlas en marcha. Si estuviera en su poder daría descanso eterno a todas las locomotoras para que no las estropearan las bastas manos de gente ignorante. Opinaba que las personas eran muchas, y las máquinas pocas; que las personas eran seres humanos vivos que podían defenderse por sí mismos, mientras que las máquinas eran seres delicados, indefensos y quebradizos; y que para llevarlas como es preciso había que abandonar a la esposa, quitarse de la cabeza todas las preocupaciones y mojar el pan en oleonafta: sólo entonces podía permitirse que un hombre se acercara a las máquinas, y eso tras diez años de paciente espera!
 
En otro fragmento, Platonov es capaz de resumir en un pasaje la belleza y la magnificencia de un depósito de locomotoras y, al mismo tiempo, nos avanza la visión que tendrán los antropólogos de la segunda mitad del siglo XX sobre la vinculación entre tecnología y humanidad.
La locomotora lucía generosa, enorme, tibios ya los armoniosos contornos de su alto y majestuoso cuerpo. El maestro se abstrajo, experimentando dentro de sí un ronroneante e inconsciente arrobamiento. Los portones del depósito de locomotoras estaban abiertos hacia el vespertino espacio veraniego, hacia un bronceado futuro, hacia la vida que podía reproducirse bajo el viento, en las espontáneas celeridades de la marcha sobre los carriles, en la abnegación de la noche, del riesgo y del sordo ruido de la precisa máquina.
El maestro maquinista apretó los puños al sentir el flujo de una encarnizada fuerza de la vida interior, que le recordaba la juventud y le hacía presentir un futuro tronante. Se olvidó de la baja cualificación de Zajar Pávlovich y le respondió de igual a igual, como si se tratara de un amigo:
–¡Fíjate en los pájaros! ¡Son preciosos, pero como no trabajan no queda nada tras ellos! ¿Has visto algo hecho por pájaros? ¡Absolutamente nada! Bueno, algo hacen para conseguir alimentos y cobijo. Pero, ¿dónde están sus productos instrumentales? ¿Dónde el ángulo de avance de sus vidas? No lo tienen, ni lo pueden tener.
–¿Y el hombre? –preguntó Zajar Pávlovich, que no acababa de entender al maestro.
–¡El hombre tiene las máquinas! ¿Comprendes? El hombre es el principio de todo mecanismo, mientras que los pájaros son el final de sí mismos.
La reflexión del maestro maquinista es un estímulo más que suficiente para una lectura tranquila y completa del genial y singular Andréi Platónov.