miércoles, 19 de marzo de 2014

Viajando en tren con Jules Verne

Los de mi generación no leemos Julio Verne, lo releemos, y en esta ocasión le ha tocado a Claudius Bombarnac (1892). La novela narra el viaje del corresponsal del Siglo XX en el Gran Transasiático de Tiblisi a Pequín. El periodista selecciona los pasajeros que espera le proporcionen materiales para su pluma y relata el trayecto con la esperanza que algún incidente o aventura le permita enviar a París un buen reportaje. Los tendrá: ataques de bandidos, casamiento a bordo, polizones, sabotajes...


La mirada de Verne sobre el ferrocarril es poco interesada, se dan los detalles técnicos imprescindibles sobre el trazado y la construcción de la línea y sobre la composición del tren, pero no hay la misma pasión por el medio de transporte que percibimos en el viaje a la luna o en el viaje submarino. Aun así, nos da algunos detalles técnicos, como la fuelizació de la locomotora rusa:
Las calderas de las máquinas están alimentadas por medio de un aparato pulverizador, con los residuos provenientes de la destilación de esta nafta, que Bakou y Derbent proveen de manera inagotable. En determinadas estaciones de la línea existen vastos depósitos llenos de dicho combustible mineral, vertido en los recipientes del ténder, y quemado en las parrillas de que están provistas las máquinas. También se emplea la nafta en los vapores que surcan el Volga y otros afluentes del Caspio.
Cita velocidades (50 km/h en Rusia y 30 km/h en China), pero es poco cuidadoso con algunos detalles esenciales, como en esta referencias a los bogies:
Nuestro tren comprende una locomotora montada sobre cuatro ruedecillas, lo que le permite seguir las curvas más pronunciadas, un ténder con depósito de agua y combustible, un furgón de cabeza...
Se atreve con la manera de hacer explotar la caldera para parar el tren que va camino de caer por un
precipicio:
Kinko (el polizón), enérgico y resuelto, no ha perdido su sangre fría… En vano trata de manejar la palanca, de dar contravapor y de apretar los frenos… No sabe cómo hacerlos funcionar. —¡Hay que avisar a Popof!… exclamé yo. —¿Y qué va a hacer?… Sólo hay un medio … —¿Cuál? —Activar el fuego, responde Kinko con calma; cerrar las válvulas, y hacer que la locomotora estalle … Este es el único medio… medio desesperado de detener al tren antes que llegue al viaducto… Kinko ha llenado el horno de enormes paletadas de carbón. Prodúcese un tiro excesivo, que abrasa masas de aire al través del horno… La presión sube. Escapa el vapor por las válvulas y junturas con estridentes silbidos. Ronquidos de la caldera… Espantosos aullidos de la máquina. La velocidad se acelera, y debe de pasar de cien kilómetros…
Explota la caldera, cuando es poco probable que una locomotora de aquellos años no tuviera válvulas de seguridad: las mecánicas de muelle que se abren con la sobrepresión y un tapón de aleación de plomo que se funde con el exceso de temperatura y provoca que el agua de la caldera caiga sobre el fuego y lo apague. Otra descripción poco verosímil es la de la explosión: destroza la locomotora por arriba y por los costados, pero no por la parte inferior, de manera que “las ruedas han resistido, la locomotora ha continuado corriendo lo suficiente para que la velocidad disminuyese paulatinamente. El tren, pues, se ha parado por sí mismo.”

Algunos aspectos de la novela, resultan ahora anacrónicos, como el uso indiscriminado de estereotipos nacionales en los personajes y los pueblos. Otros son eco de la idea circulante en aquella época de que el tren uniría los pueblos de Europa y Asia en una hermandad y un progreso comercial que evitaría nuevas guerras. El sueño terminó ahora hace justo 100 años con la Gran Guerra.

(Se ha tomado la traducción editada por RBA en 2012. Las ilustraciones son de la época de la primera edición en francés)