Las letras hispanas están conmocionadas estos días por la muerte de la escritora Almudena Grandes (Madrid, 1960-1921). El catedrático Julio Neira dice de ella que «Su narrativa se encuadra en los decenios finales del siglo XX y los años transcurridos del XXI, en un contexto histórico, político y social de España muy definido. Sus obras ahondan en la historia reciente para recuperar las huellas de un pasado oculto durante la dictadura de Franco y explican las claves profundas de la sociedad actual.» Recomendamos la lectura completa del texto citado a los que quieran conocer o ahondar en su obra.¿Vinculaciones con el ferrocarril? Ninguna de sus obras puede calificarse como de entorno ferroviario, pero Almudena Grandes ha utilizado el ferrocarril como metáfora en diversas ocasiones y le ha dado un papel relevante en aquellos textos ambientados en épocas en las que el ferrocarril tenía una función social distinta a la actual. He aquí algunos ejemplos:
La locomotora como metáfora
Le habría gustado decirle a Aguirre algunas cosas, preguntarle si siempre había distinguido con nitidez los contornos de todos los objetos, si nunca había sentido en la nuca el aliento de una locomotora, si procesaba siempre sin dudar las verdades de los libros de texto, pero el doctor Olmedo se le adelantó. Se movió tan deprisa que, cuando Sara quiso darse cuenta, ya había cogido a Aguirre por los hombros, la había empujado hasta dejarla apoyada en una pared, y había renunciado a las metáforas en beneficio de un lenguaje que ella seguramente entendía mucho mejor.
(...)
Ella acabó de vestirse, se puso los zapatos, fue a la cocina, se sirvió una copa, se la bebió de un trago, rellenó el vaso, encendió un cigarrillo, todo era igual, siempre igual, todo, desde el principio, cada episodio de su vida estaba escrito, cada decisión suya había sido ya tomada por otros, tendría que estar contenta, satisfecha, por una vez el tren que respiraba en su nuca no pretendía arrollarla, sino montarla encima, hacerla correr más, ir más deprisa, y sin embargo se sentía perdida, derrotada, manejada por el único hombre al que había amado, por el que lo habría dado todo, por el que habría hecho cualquier cosa.
Los aires difíciles (2002)
Entonces volvió, vino derecha hacia mí y, al detenerse para ofrecerme la cocacola que llevaba en la mano, sus dos pechos botaron a la vez, como la locomotora de un tren que ha llegado al final de su trayecto.
(...)
—No puede ser —estaba atónito, tan asombrado que apenas lograba escucharme a mí mismo—. Tú eres… —ella asintió con la cabeza, y sonrió, y la sonrisa embelleció instantáneamente una cara que no estaba hecha para la melancolía—. ¿Y…? —me llevé un dedo al entrecejo y se echó a reír, y la risa le sentaba todavía mejor.
—Depilación eléctrica. Nunca más volveré a tener una sola ceja.
—Pero tú eras gorda…
—Y lo sigo siendo.
—No —le dije, y casi podía escuchar el estrépito de la locomotora que se ponía en marcha, casi veía la columna de vapor que se elevaba desde la chimenea de un tren que me llevaba lejos, y el ala de un sombrero sobre mi cabeza, y la plata helada que se resquebraja en la superficie de las viejas fotografías en blanco y negro—. Ahora eres un merengue de fresa.
Mi prima cerró los ojos, insinuó una sonrisa, volvió a abrirlos.
—Eso es lo mejor que me han dicho en mucho tiempo —se acercó para darme un beso en una mejilla, luego en la otra, le puse las dos manos a la vez en la cintura, ella apartó primero la izquierda, luego la derecha, las dos con cuidado—. La próxima vez que me cene un huevo duro y medio melocotón en almíbar me acordaré de ti
Estaciones de paso (2005)
Eché a andar por el pasillo y me siguió mientras su hija empezaba a llorar, su marido a intentar consolarla emitiendo chasquidos sonoros, repetidos y rítmicos como el traqueteo de una locomotora
El corazón helado (2007) [El protagonista de esta novela realiza un largo trayecto en tren al regresar de Alemania donde ha combatido en la División Azul]
En cualquier caso, pasara lo que pasara, peor era pensarlo. Por eso, durante una semana, las palabras de la madre Carmen, vaya a verla, hable con las señoritas del ministerio, lo que sea, pero sáquela de allí, salve usted a su hermana, me golpearon el cerebro como si cada sílaba fuera un martillo. En el último tramo del viaje, mientras el frío de la madrugada y la proximidad del Cantábrico me hacían tiritar dentro del liviano vestido con el que había subido al tren en un sofocante atardecer madrileño, aquel rumor llegó a hacerse tan ensordecedor que el estrépito de la locomotora no parecía tener otro objeto que marcar el ritmo de aquellas palabras, salve usted a su hermana, sálvela, salve usted a su hermana, sálvela… Al poner los pies en el andén, le pregunté a un ferroviario si conocía un colegio llamado Zabalbide y sonrió antes de explicarme cómo llegar. Si se pierde, pregunte a cualquiera que ande por la calle, añadió al final. Aquí en Bilbao, lo conoce todo el mundo.
Las tres bodes de Manolita (2014)
De pequeños, a los dos les extrañaba mucho que su abuela Adela no fuera como su abuela Aurora, como las abuelas de los otros niños. Que no supiera cocinar, que no supiera coser, que nunca estuviera en casa. Que tuviera amigos que llevaban una melena hasta la cintura y amigas con el pelo cortado al uno. Que pusiera heavy metal a todo trapo mientras limpiaba la casa. Que fumara como una locomotora, no solo tabaco, y que nunca se quisiera quedar con ellos los fines de semana porque siempre tenía planes, cenas, viajes, cosas que hacer.
Los besos en el pan (2015)
La rabia congelaba su rostro y ralentizaba sus movimientos cuando tomó las fotografías, las alineó con mucho cuidado y las rompió en cuatro trozos para dirigirme una mirada desafiante, tan altiva, tan impropia de su situación al mismo tiempo, que la celebré con una carcajada.
—¿De que te ríes, cabrón? —se levantó de un brinco, rodeó la mesa, me miró de frente.
—Eran copias, Amparo, tengo más —buscó una respuesta que no encontró mientras respiraba ruidosamente, las aletas de su nariz palpitando como los engranajes de una locomotora—. Tampoco pretendo chantajearte, si eso es lo que estás pensando. Sólo quiero pedirte un favor y, desde luego, tienes la libertad de negármelo.
Seguía de pie, indecisa entre su primera reacción y la endeble garantía que acababa de ofrecerle. Su pasividad me iluminó, inspirándome una idea que al principio me pareció un mal pensamiento y a la larga resultó un hallazgo.
—Siéntate, Amparo —porque no tardé en comprobar que mi voz, en modo imperativo, conservaba intacto su poder—. Siéntate y escúchame.
Los pacientes del doctor García (2017)
Los espacios ferroviarios transfigurados
Ella debía viajar en Metro con frecuencia, y feliz propietaria de uno de esos cartoncitos de colores que, como vergonzantes pasaportes locales, distinguen al auténtico ciudadano de la canalla que se resiste a contribuir al esplendor de los transportes públicos, obtuvo en un instante la gracia de traspasar la barrera de metal para perderse en un pequeño laberinto de corredores, más allá de la hilera de cubículos metálicos que transfiguraba el vestíbulo de la estación en una moderna explotación ganadera con estabulado mecánico.
Te llamaré viernes (1991)
De repente, en el enésimo giro, bordeando una manzana de casas de lujo, me encontré en casa, un barrio distinto, viejo, con aire de pueblo viejo, que parecía haber brotado repentinamente de la tierra por un capricho del destino, tiendas baratas, edificios de un par de pisos, música de rumba escapando por los balcones y señoras en bata comprando pan, y una boca de Metro con un nombre familiar y doloroso, cinco sílabas que estallaron entre mis dos cejas como una pedrada.
—Para —dije entonces—. Me bajo aquí.
—Bueno, si quieres… Mis padres viven justo detrás de esta esquina, en la otra mitad de la manzana, espérame…
—No me has entendido —expliqué, abriendo la puerta del coche—. No voy a ir a casa de tus padres. Me vuelvo a la mía, en el metro.
Pisé la acera con fuerza, y sentí el cemento en las plantas de los pies y una emoción extraña, como si al descubrir el secreto de la ciudad de las dos caras ésta me hubiera desvelado la clave de mi única vida, y sólo entonces me incliné hacia delante, para despedirme desde la ventanilla.
—Tú no me miras, Miguel —dije despacio, aunque estaba segura de que no me entendería—. Porque no sabes mirarme.
Luego, la estación de Valdeacederas cerró sus brazos sobre mí como sólo saben cerrarse los brazos de una madre.
Modelos de mujer (1996),
La fascinación por los trenes eléctricos
Mi padre, que siempre ha sentido auténtica pasión por los juguetes mecánicos, le regaló a mi hijo Ignacio un tren eléctrico cuando cumplió ocho años. Él mismo cortó un tablero a la medida para clavar las vías, lo forró de césped artificial, se entretuvo en pegar arbolitos y señales de tráfico, consiguió en alguna parte balasto en miniatura para sembrarlo entre las traviesas, y compró una locomotora, un vagón de carga, otro de pasajeros y una estación. La alegría con la que mi hijo lo recibió fue tan inmensa que juró solemnemente en voz alta que nunca, en toda su vida, ninguna cosa podría gustarle como le había gustado aquel regalo. Su abuelo, entusiasmado por aquella respuesta, empezó a explicarle entonces lo que iban a hacer entre los dos para que aquel tren fuera verdaderamente especial, y decidieron que tendrían que comprar otras máquinas, y muchos vagones, y semáforos que funcionaran de verdad, y figuritas de viajeros para colocarlas en el andén, y medio millón de cosas más. Desde entonces, en cada cumpleaños de Ignacio, y en cada Navidad, mi padre escoge por mí los materiales necesarios para llevar a cabo la siguiente fase de su babilónico proyecto y mi hijo sigue agradeciendo ese regalo más que ningún otro.
Atlas de geografía humana (1998)
—Hola, José Antonio, ¿cómo estás? —antes de ir hacia él me detuve en el umbral, hasta que giró la cabeza sobre la almohada para mirarme—. Yo me llamo Rafa y soy médico. También soy amigo de tu madre, que me ha pedido que venga a verte.
Al cruzar el dormitorio, pasé por delante de una estantería empotrada entre dos pilares y vi muchos libros, una colección de coches en miniatura y, junto a una copia del retrato del falangista desconocido que estaba sobre el piano del salón, un tren de madera muy simple, tres cubos abiertos por arriba, que servían de vagones, pintados cada uno de un color, el cubo cerrado que hacía de locomotora de negro, igual que las ruedas. Al comprobar que me había detenido a mirarlo, mi paciente lo señaló desde la cama.
—Me lo hizo mi padre, en la guerra —su voz, un pito agudo, inmaduro, perturbado de vez en cuando por los tonos graves que anunciaban al adulto que se abría paso desde su infancia, me conmovió tanto como el bozo que sombreaba su labio superior—. No es muy bonito, pero es lo único que tengo de él.
—Entonces sí es bonito —le contradije con suavidad mientras me sentaba a su lado, le tocaba la frente y detectaba una febrícula que no pasaría de los treinta y siete grados y medio—. Dime una cosa, ¿has tenido una faringitis, o una amigdalitis, hace dos o tres semanas?
Los pacientes del doctor García (2017)