La historia arranca con Burma en un campo de prisioneros alemán, donde conoce a un hombre en estado de shock que sólo es capaz de pronunciar una frase: "calle de la estación, 120". Burma es liberado y regresa en tren a París. Allí le espera su ayudante Bob Colomer, pero en el momento del reencuentro le disparan por la espalda y sólo es capaz de pronunciar una frase: "calle de la estación, 120". A partir de aquí arranca una magnífica narración de la investigación y las aventuras consiguientes.
El capítulo que describe el viaje, la llegada a la estación y la muerte de Bob Colomer es de un ambiente ferroviario perfectamente descrito, uno casi puede oler el carbón, oír los chirridos del frenado y encontrase en el andén donde coinciden las chicas de la Cruz Roja, la banda de música y una misteriosa joven.
La adaptación en cómic es fiel a la narración literaria, y ahí va la propuesta de esta entrega: leer el primer capítulo dos veces, la primera según la traducción que Luisa Feliu hizo para Libros del Asteroide [3a edición de 2011] y la segunda, según la adaptación de Jacques Tardi publicada por la Editorial Norma en 1989. Es una ocasión para observar cómo los lenguajes literario y gráfico se complementan, cómo cada uno de ellos es capaz de resaltar determinados matices de la historia y, finalmente, cómo los dos aportan inestimables placeres a la lectura. Es, en definitiva, una invitación a que lean completas las dos obras.
La luz azulada de la tenue bombilla proyectaba una claridad difusa sobre los soñolientos KGF.Entre vaivenes y oscilaciones, serpenteando a través de ciudades y pueblos dormidos, el tren ciego, con las oscuras cortinillas de la defensa pasiva corridas ante las portezuelas, corría y gruñía en la noche negra despertando ecos a su paso por los puentes metálicos, mientras la chimenea de la locomotora escupía chispas sobre la blancura algodonosa del balasto.Desde las doce del mediodía, hora a la que habíamos salido de Constanza, viajábamos a través de la nevada Suiza.Ocupaba un compartimiento de vagón de primera con otros cinco liberados. Cuatro dormitaban con la cabeza desmadejada sobre el pecho. El quinto, sentado frente a mí, un pelirrojo llamado Édouard, fumaba en silencio.En la mesilla lateral que habíamos desplegado, entre mendrugos de pan, restos de las numerosas meriendas que habíamos compartido durante el viaje, había dos paquetes de tabaco de los que me iba sirviendo indistintamente.Corríamos a buen ritmo hacia Neuchátel, última parada antes de la frontera.Una música militar, que pareció restallar en nuestro propio compartimiento, me sacudió la modorra. Cuatro de mis compañeros se agitaban ante las portezuelas que daban al corredor. Édouard bostezaba. El tren seguía su marcha, aunque ahora despacio. Hubo humo, vapor, chasquidos y gritos. Un bache me medio despertó. Intenté levantarme de la banqueta: un segundo bache me precipitó contra el pelirrojo —a quien di un buen cabezazo— y me devolvió plenamente los sentidos. El vagón había dejado de moverse.La estación, inmensa, olía agradablemente a carbón. En el andén, entre la numerosa asistencia, las muchachas de la Cruz Roja iban y venían apresuradas. Bajo una luz mortecina vi el brillo de las bayonetas de un retén de soldados que nos presentaban armas. Un poco más allá, la fanfarria tocaba La Marsellesa.Estábamos en Lyon, mi reloj indicaba las dos y tenía la boca pastosa. El tabaco de Zúrich, el chocolate, las salchichas y el café con leche de Neuchátel, el espumoso de Belgrado y las frutas de cualquier parte formaban un puzle de alimentos cuya solución se situaba, sin lugar a dudas, fuera de mi estómago.
—Chiquilla, ¿cuánto dura la parada aquí?Una amable señorita, con la nariz demasiado afilada para mi gusto, apuntaba en una libreta las direcciones que le comunicaban los liberados, ansiosos por dar buenas noticias a sus allegados.—Una hora —contestó.Édouard encendió otro cigarrillo.—Conozco Perrache como la palma de mi mano —dijo con un guiño.Le vi bajar al andén y perderse en dirección a la consigna.Aquel pelirrojo era más listo que el hambre. Volvió media hora después con dos botellas de vino en los bolsillos del capote. No le faltaban compinches por aquellos andurriales, me aseguró.El vino no estaba mal. Le encontré cierto regusto, bastante similar al del célebre tabaco polaco, pero quizá fuera debido a que había perdido la costumbre de beber todo lo que no fueran tisanas. Solo que, con el espumoso de Bellegarde empezaba a ser mucho y sentimos de pronto una ternura exagerada hacia el elemento femenino que poblaba el andén.Alta y esbelta, con la cabeza descubierta y envuelta en una gabardina de color crudo en cuyos bolsillos enfundaba las manos, parecía singularmente solitaria en medio de aquella muchedumbre, perdida, sin duda, en un sueño interior. Estaba de pie en la esquina del quiosco de los periódicos, bajo la parpadeante farola de gas. Su rostro, pálido y soñador, de óvalo perfecto, resultaba turbador. Sus ojos claros, como lavados por las lágrimas, reflejaban una nostalgia indecible. El viento agrio de noviembre jugaba con su cabello.Aparentaba unos veinte años y representaba admirablemente el prototipo de esas mujeres misteriosas que no se encuentran más que en las estaciones, fantasmas nocturnos solo visibles para el ánimo cansado del viajero y que desaparecen con la noche que les dio vida.El pelirrojo y yo la vimos al mismo tiempo.—¡Córcholis! ¡Menuda belleza! —silbó admirativo mi compañero. Se rio—: Qué idiotez, ¿verdad? Me parece que la he visto en alguna parte...No era tal idiotez. También yo experimentaba una extraña sensación. Aquella muchacha no me resultaba del todo desconocida.Frunciendo el entrecejo y con la frente arrugada bajo una pelambrera que ningún peine había visitado durante aquellos cuatro días, Édouard reflexionaba intensamente. De pronto, me dio un codazo en el tórax. Los ojos le brillaban de alegría.—Ya sé —exclamó—. Sabía que había visto a esa mujer en alguna parte. ¡Toma, en el cine! ¿No la reconoces? Es una estrella, Michéle Hogan...Por supuesto, la solitaria muchacha de la gabardina tenía cierto parecido con la intérprete de Tempéte. Seguramente no era ella, pero eso explicaba que durante unos instantes hubiese creído haberla visto en otra parte.—Voy a pedirle un autógrafo —soltó Édouard, que no se achantaba con nadie—. No le va a negar eso a un prisionero...Se fue por el corredor y se disponía a apearse. El jefe de vagón se lo impidió. El tren arrancaba ya.Entonces vi llegar al andén a un personaje al que hubiese reconocido entre mil. Llevaba una gorra clara de deportista y un abrigo de piel de camello y andaba deprisa, como si fuera a encararse con algún obstáculo, con un hombro dispuesto a embestir. Sin lugar a dudas, se trataba deRobert Colomer, mi Bob de la agencia Fiat Lux según el diminutivo con el que le habían bautizado en los bares de los Campos Elíseos.Bajé rápidamente el cristal de la ventanilla y me puse a gritar, haciendo gestos:—Colo... ¡Eh! Colo...Volvió hacia mí su cara ligeramente patibularia.No pareció verme ni reconocerme. ¿Tanto habría cambiado?—Bob —seguí—. Colomer... ¿Ya no te acuerdas de los amigos...? Soy Burma, Néstor Bur- ma... de vuelta de vacaciones...Estaba junto a una señora de la Cruz Roja. Soltó un sonoro taco y le dio un empellón.—Burma... Burma —dijo sin aliento—. ¡Qué sorpresa...! Apéese, venga, apéese... he encontrado una cosa fantástica...El tren se ponía en marcha. En las ventanillas, los liberados agitaban los quepis. En la estación retumbaban mil ruidos que quedaron cubiertos por una estentórea Marsellesa. Colomer se había encaramado al estribo y se agarraba a la ventanilla con las dos manos. De pronto, se le contrajeron las facciones como por efecto de un insoportable dolor.—Jefe —chilló—. Jefe... calle de la Estación, número 120...Soltó la ventanilla y cayó rodando al andén.De un brinco me planté en el extremo del vagón, aparté de un puñetazo al comandante que me cortaba el paso, abrí la portezuela y salté. La portezuela se cerró reteniendo un pliegue del capote. Me vi abocado a morir bajo las ruedas. Me dolió todo el cuerpo. Fui arrastrado. Oí como en sueños gritos de mujeres horrorizadas. Un soldado de la guardia de honor se precipitó hacia mí y me liberó rasgando el tejido de un golpe de bayoneta. Permanecí quieto, con la vista fija en la bóveda metálica de la estación negra de hollín, incapaz de levantarme.—Está borracho, joroba —gruñó un hombre uniformado.Me encontraba en el centro de un círculo de gente que murmuraba. Lo recorrí con la mirada, en la medida en que tal inspección me era posible, no porque estuviese buscando a alguien, sino para cerciorarme de que mis ojos seguían viendo con cordura, de que un momento antes no habían sido presa de una ilusión.Porque, cuando Colomer se desplomó de bruces, había visto con toda nitidez la espalda de su abrigo rasgada por el plomo... y justo enfrente, en la esquina del quiosco de prensa, una extraña muchacha con gabardina que aferraba en su mano sin guante un objeto de acero bruñido que brillaba a la escasa luz parpadeante de la farola de gas.