domingo, 2 de diciembre de 2018

Compartimentos como polveras


Revista El Nandu (1923)
Hubo unos tiempos míticos en que los coches de los ferrocarriles no tenían pasillo longitudinal, los compartimentos eran independientes y sólo se podía acceder a ellos desde el andén. Cabe considerar aquellos tiempos como míticos a juzgar por la enorme cantidad de ilustraciones que se conservan alusivas a las actividades eróticas que estos compartimentos propiciaban.

No es de extrañar: si una pareja lograba tomar asiento ella sola en un compartimento, sin otros viajeros que desbarataran sus planes, tenían intimidad garantizada todo el tiempo que tardara el tren en llegar a la próxima estación. He aquí algunos ejemplos de postales y viñetas de publicaciones periódicas alusivas al tema:





Pero las artes plásticas no fueron las únicas en hacerse eco de las posibilidades de los compartimentos aislados. En la novela Waterland (1983, El país del agua), de Graham Swift, dos quinceañeros descubren el amor y el despertar a la sexualidad en sus encuentros en el ferrocarril y, en ese despertar temprano, mucho tiene que ver el traqueteo del tren.
De modo que el Great Eastern Railway, que puso en contacto dos veces al día a estos jóvenes –ella con su uniforme rojo herrumbroso, y él de color negro azabache–, debe ser responsabilizado de la desinhibición que, sin sus sacudidas y traqueteos, hubiese podido tardar mucho más en producirse, y de una fusión de dos destinos que, de otro modo, quizá no se habría producido. Porque mientras que la sombra de la locomotora –inclinada hacia el oeste por la mañana, e inclinada hacia el este por la tarde– se ondulaba sobre los campos de remolacha, lo inalcanzable era alcanzado. Ciertas ideas fueron disolviéndose gradual (aunque no indoloramente), ciertas insinuaciones fueron puestas en práctica y, con menos vacilaciones, fueron también estimuladas, y, por fin (pero esto fue el resultado de dos años de viajes en ferrocarril) se logró una innegable intimidad mutua, aunque circunspecta.
La novela fue llevada a la pantalla en 1992 por el director Stephen Gyllenhaal y, aunque la escena transcrita no tiene en la pantalla la sutileza del texto, es entrañable la secuencia en la que los dos adolescentes acceden al andén, se buscan con los ojos sin decirse nada, la chica selecciona un compartimiento vacío, el muchacho sube a él cuando el tren se pone en marcha y, al desaparecen de la vista del personal de la estación, se aligeran de ropa y se entregan a la pasión amorosa.


La acción de Waterland transcurre en los años sesenta en una línea secundaria, donde todavía circulaban coches con compartimientos aislados sobre raíles de tramos cortos que hacían traquetear las ruedas. Ahora ambas cosas han casi desaparecido, pero los dibujos han quedado.