miércoles, 4 de diciembre de 2013

El "oataku" de Haruki Murakami


Oataku es la palabra japonesa que designa, no sin un cierto tono despectivo, a los que profesan un apego obsesivo a una afición. El mundo ferroviario está lleno de ellos, los hay en todos los rincones del globo, también en Japón, y Tsukuru Tazaki, el protagonista de Los años de peregrinación del chico sin color (2013, 色彩を持たない多崎つくると、彼の巡礼の年), la última novela de Haruki Murakami, es uno de ellos.
Este es el argumento: Cuando Tsukuru Tazaki era adolescente, se sentaba durante horas en las estaciones para ver pasar los trenes. Ahora, con treinta y seis años, es un ingeniero que diseña y construye estaciones de ferrocarril y que lleva una vida tranquila, tal vez demasiado solitaria. Cuando conoce a Sara, una mujer por la que se siente atraído, empieza a plantearse cuestiones que creía definitivamente zanjadas. Entre otras, un traumático episodio de su juventud: cuando iba a la universidad, el que fue su grupo de amigos desde la adolescencia cortó bruscamente, sin dar explicaciones, toda relación con él, y la experiencia fue tan dolorosa que Tsukuru incluso acarició la idea del suicidio. Ahora, dieciséis años después, quizá logre averiguar qué sucedió exactamente.

El protagonista comparte perfil con los de novelas anteriores: solitario, pulcro, misterioso, con algo pendiente en su interior, con un pie en una especie de realidad paralela. Así describe la voz narrativa la afición de  Tsukuru Tazaki:
Tal vez podría considerarse una afición el hecho de que le encantaran las estaciones de tren. No sabía por qué, pero desde que tenía uso de razón siempre le habían fascinado. Ya se tratara de las enormes estaciones del tren bala, de pequeñas estaciones rurales de una sola vía, o de estaciones para carga y descarga de mercancías, no importaba: todo lo que tuviera que ver con las estaciones le apasionaba.
De niño le fascinaban las maquetas de trenes, igual que a todo el mundo, pero lo que realmente le interesaba no eran las locomotoras ni los vagones construidos hasta el más mínimo detalle, ni las vías que se extendían por complejos entramados, ni los diversos dioramas, sino simplemente las maquetas de estaciones normales y corrientes. Le gustaba mirar cómo los trenes de juguete pasaban por las estaciones, cómo iban aminorando la velocidad hasta detenerse justo delante del andén. Imaginaba el trasiego de los pasajeros, le parecía oír los avisos por megafonía y la señal de partida de los trenes, se figuraba los vivos ademanes de los empleados de la estación. En su cabeza se mezclaban realidad y ficción, e incluso a veces la emoción le hacía estremecerse. Sin embargo, era incapaz de explicar a quienes lo rodeaban por qué le atraían tanto las estaciones de ferrocarril. Y aunque hubiera conseguido explicarlo, lo más probable es que lo hubiesen considerado un bicho raro. En ocasiones, él mismo pensaba que quizá tuviera un lado no muy cuerdo.
¿Qué aficionado ferroviario no se siente identificado o retratado en esta descripción? A unos nos fascinan las locomotoras y los trenes de mercancías, otros añoramos las viejas locomotoras de vapor, un tercer grupo preferirá cazar trenes en lugares remotos y, realmente, a todos nos sería difícil explicar porqué preferimos una faceta a otra. A Tsukuru le fascinan tanto las estaciones que acaba siendo ingeniero y el lector, por ajeno que sea a la afición y al mundo ferroviarios, lo comprende perfectamente después de leer el parrafo reproducido. La clave no está en si a Murakami le gustan o no los trenes, sino en su capacidad, como gran escritor que es, de usar la empatía, destreza clave de su oficio, y ponerse en la piel, la mente y el corazón de sus personajes.