La trama se centra en el esfuerzo abnegado de los ferroviarios, en su colaboración con los soldados y en la infiltración entre los enemigos para desenmascarar a los traidores que colaboran en el intento de volar un túnel. Así que vemos trenes circulando, saboteadores en acción, luchas sobre el techo de los vagones y héroes que salvan los convoyes en el último momento.
Para los que añoren cintas de este tipo, nada como Tie dao wei shi (2016, Los tigres del tren) de Sheng Ding. La escena inicial de la película nos muestra a un niño que, durante la visita a un museo ferroviario contemporáneo, se despista del grupo, sube a la plataforma de conducción de una locomotora de vapor preservada y descubre el dibujo en tiza de un tigre con alas en las puertas del hogar. Las portezuelas del hogar se abren y empieza una historia ambientada en 1941 durante la ocupación japonesa de parte de China.
Este arranque ya nos predispone a contemplar una fábula, una historia contada siguiendo los tópicos de las narraciones orales tradicionales y las formas del cine de aventuras del siglo pasado. Es en esta clave que los aficionados al ferrocarril disfrutarán de las inmensas locomotoras de vapor, de las circulaciones de trenes, de las operaciones de conducción al borde de lo imposible, de las heroicidades de los protagonistas dentro, encima y debajo de los convoyes, de los juegos estratégicos con los cambios de agujas y de las escenas de la lucha en las vías para poder volar un viaducto estratégico.
Los protagonistas son una panda de resistentes desarrapados que, capitaneados por un empleado ferroviario, se mueven por la línea de Tianjin a Nanjing, en el este de China, robando comida de los transportes japoneses para dársela a los lugareños empobrecidos por culpa de la invasión. Emboscan a los soldados japoneses con todo tipo de artimañas, muchas de ellas propias del teatro popular y, algunas de ellas, auténticas jaimitadas. No tienen armas, pero se las apañan con enseres domésticos, tablones, cuerdas, martillos y cualquier cosa que les caiga en las manos, incluida una pipa metálica que el jefe siempre lleva consigo, aunque nunca la usa para fumar.
Los pueblerinos llaman al grupo “tigres del ferrocarril” y le ofrecen su apoyo, incluso el venerable jefe de estación les encubre ante los temibles soldados japoneses. En una de sus acciones entran en contacto con un agente del ejército que tiene la misión de volar un viaducto estratégico para cortar el transporte de suministros de las fuerzas japonesas. El joven muere y el grupo de desarrapados asume como propia su misión.
Terminada la epopeya, las portezuelas del hogar se cierran delante del niño como si fueran el telón de un teatro y el pequeño se reincorpora al grupo de su clase.
Que mientras circulan los créditos veamos las tomas falsas en una ventana lateral contribuye a recordarnos que se ha utilizado el lenguaje fílmico de la parodia para explicarnos una historia con contexto histórico, aunque también podría ser una especie de disculpa por armar una película tan simplona. Simplona porque lo es tanto desde el punto de vista argumental, como de la profundidad de los personajes, y es una lástima porque trabaja con unos materiales ferroviarios que podrían dar mucho más de sí.
Entre los guardas ferroviarios y los tigres del tren pasaron cincuenta y seis años, pero el cine sigue siendo un elemento propagandístico. De los contenidos de las dos cintas, nosotros nos quedamos con los trenes.