Detalle de E 3234 en Alameda 1977 (2012), acrílico sobre tela, 60 x 130 cm |
El pasado mes octubre la sede del Congreso chileno, en Valparaíso, acogió la exposición Trenes de Chile del pintor Eduardo Garcés. A pesar de haber nacido en 1981, Garcés siente pasión y nostalgia por un material ferroviario que no ha visto circular y sobre el que se documenta para poder representarlo en un entorno y con un esquema de pintura absolutamente riguroso.
El propio artista indica que: "Mi pintura la manejo desde la perspectiva del realismo, enfocándome en los contrastes, resaltando la luz y la sombra. En mi pintura ferroviaria propongo un sentido homenaje a lo que fue el glorioso ferrocarril Chileno. Esta pintura es sin interrupciones, sin brumas nostálgicas, sino que simplemente la contemplación de nuestros trenes y equipos ferroviarios tal cual, y a través de la historia, recorriendo los diferentes lugares de Chile. Estas visiones son representaciones propias y no corresponden directamente a una reproducción fotográfica."
El propio artista indica que: "Mi pintura la manejo desde la perspectiva del realismo, enfocándome en los contrastes, resaltando la luz y la sombra. En mi pintura ferroviaria propongo un sentido homenaje a lo que fue el glorioso ferrocarril Chileno. Esta pintura es sin interrupciones, sin brumas nostálgicas, sino que simplemente la contemplación de nuestros trenes y equipos ferroviarios tal cual, y a través de la historia, recorriendo los diferentes lugares de Chile. Estas visiones son representaciones propias y no corresponden directamente a una reproducción fotográfica."
D7123 en Barrancas, 1963. Acrilico sobre tela (2013) |
La obra de Eduardo Garcés tiene mucho en común con la de los españoles Javier Banegas, Ricardo Moraga (de origen chileno), Ricardo Sánchez y, a más distancia José Miguel Palacio o Xenxo Gómez. ¿Qué tienen común estos artistas? Varias cosas: practican el hiperrealismo en alguna de sus variantes, tienen una mirada nostálgica sobre el ferrocarril, presentan como indiscutible la belleza formal del material y representan los aspectos mecánicos de las locomotoras con documentado conocimiento.
Al mismo tiempo, una seguidora de este blog aportaba la referencia de la publicación del libro de Julio Ortega Ilabaca El maravilloso viaje del Longino (2012) que narra un viaje en el Ferrocarril Longitudinal Norte, realizado por el autor a los quince años, ida y vuelta a Iquique en 144 horas. Más allá de ser un libro de viajes o de descripción de líneas perdidas del patrimonio cultural de Chile, la obra tiene interés literario. Ambientado en 1973, el protagonista realiza una especie de viaje iniciático a la madurez, y reflexiona sobre el propio viaje, la manera de abordar el paso del tiempo y la meditación sobre lo que contemplamos desde la ventanilla.
El Longino continuó rumbo a la nada, marchando sobre sí mismo por una tierra carente de distancia y si no hubiera sido por el sonoro traqueteo de los bogies sobre los cuales descansaba el coche, habría tenido la certidumbre de que sus ruedas giraban suspendidas en el aire.
El tema de fondo de la obra es la construcción, la vida y la desaparición de este ferrocarril, pero un viaje en tren de cuatro días da de sí para que se planteen conflictos religiosos, se produzcan discusiones políticas, se reflexione sobre el viaje y emerja la sensualidad.
«Siempre que viajo en tren aprovecho de verle la suerte a los pasajeros», le había dicho madame Luvertina. Que el viajar era un estado ideal de relajamiento, pues las personas se volvían mucho más perceptibles, más sensibles, más emotivas. En un arrebato lleno de inspiración, la brujita le había aseverado que el hecho de viajar, sobre todo en tren, sumía a hombres y mujeres en un estado como de crepúsculo. «Como de crisálidas en su envoltorio de gasa», le había dicho.Otra novela del mismo autor, El vendedor de pájaros (2014) está tambien ambientada en el Longino, aunque en este caso el tren sirve para que el protagonista llegue a la oficina salitrera Desolación, único punto de agua para el ferrocarril en muchos quilómetros, donde se desarrolla la trama. Ahora el tren sirve para construir metáforas en la explotación minera:
(...)
En el sexto coche llama su atención una inmensa matrona de carnes blancas, vestida también enteramente de blanco. Su humanidad casi ocupa dos asientos. Y pese a que transpira como bestia, y a que en las aletillas de la nariz le negrea visiblemente el hollín del humo de la locomotora, su dignidad y altivez resultan abismantes. Mientras el acordeonista la observa encandilado, alguien le susurra al oído que esa hembra paquidérmica es una meretriz pampina a la que llaman «La Ambulancia».
«Si quiere, puede venir a verla por la noche», oye que le dicen.
A lo lejos, el rumor de motores y émbolos y poleas de las máquinas era como el ruido lejano de un tren fantasma acercándose sin llegar jamás.
(...)
Mis sueños están atravesados todos por un tren, el tren del sur, el tren que me trajo de mi tierra y que algún día me llevará de vuelta a ella. El tren como el corcel de fierro de mi príncipe azul, ese hombre soñado que debería entrar a la estación capitaneando la locomotora con su gorra de visera y haciendo sonar esa campana de bronce que a mí siempre me ha parecido irreal. De ahí que cada vez que oigo tañer una campana, sea la de la escuela o la de la parroquia o la que se hace repicar en casos de incendio, mi corazón se encabrita y siento al tren corriendo a todo humo por las praderas del sur, por las líneas incólumes de mi memoria, en donde los destellos de mi infancia son como las ventanillas de ese tren mágico.
Buena pintura y buena literatura chilena que merecen ver cumplidos sus deseos de que los planes de recuperación de la red de ferrocarriles prospere.