La clave está en el hecho de que esta narración va más allá del naturalismo del momento para adentrarse de manera precoz en el terreno del psicoanálisis, como puede verse en el pasaje cumbre de la obra, el que pone al lector ante la clave del proceso de locura de Thiel cuando éste es incapaz de reaccionar al sorprender a su esposa maltratando a su primer hijo:
Por un momento, pareció como si hubiera tenido que reprimir con todas sus fuerzas algo terrible que en él se levantaba; luego se impuso la flema de siempre en su semblante, tenso, animado extrañamente por el ardor de un furtivo destello de sus ojos. Durante unos segundos, paseó su mirada por los fornidos miembros de su mujer que, con el rostro vuelto, iba de aquí para allá, tratando todavía de serenarse. Sus pechos abultados, semidesnudos, se hinchaban de cólera, amenazando con hacer saltar el corsé y sus vestidos recogidos hacían sus anchas caderas más anchas aun. Parecía salir de esta mujer una fuerza invencible, irresistible ante la cual Thiel se sentía inferior.
Ahora, los fragmentos ferroviarios cobran un nuevo significado, el tren se convierte en un símbolo más cercano a Zola que a Dickens, pero, ante todo, inscrito en la tradición alemana de asimilar el ferrocarril con los monstruos de sus sagas:
Una oscura humareda se estiraba a lo lejos sobre la línea, y el viento la empujaba hasta el suelo. A sus espaldas percibió el jadeo de una maquina que resonaba como la respiración fatigosa y vacilante de un gigante enfermo. Una fría penumbra se extendía sobre aquel paraje. Al poco rato, al esfumarse la humareda, reconoció Thiel al tren del balasto.