domingo, 29 de junio de 2014

La ternura de los ferroviarios jubilados

La novela de ahora - 30 cts - El viejo ferroviario por Ignasi Iglesias
El dramaturgo, poeta y narrador barcelonés Ignasi Iglesias (1871–1928) escribió en 1924 un relato de una docena de páginas titulado El vell carrilaire (El viejo ferroviario) en el que presenta el drama de un maquinista que es jubilado anticipadamente. Pasado el disgusto inicial, decide hacer vida reposada gracias a sus ahorros: paseos, amigos, partidita en el café... pero todos sus propósitos son en vano y el hombre acaba yendo cada día al depósito para ver si su sucesor trata bien a la locomotora que fue suya.
Nada lo distraía de pensar en todo momento en los trenes, y en sus amigos que todavía circulaban porque eran jóvenes; y no sosegaba apenas, y casi no dormía, sintiéndose morir falto del calor de la locomotora, el indispensable complemento de su existencia. Y como atraído por su ex compañera de fatigas, o como si una fuerza invisible lo empujara, el glorioso humilde, abandonando por completo sus planes para vencer la inquietud de su espíritu y desahogar sus sentimientos, a pesar de estar jubilado, acudía asiduamente al depósito a bañarse el cuerpo en la atmósfera del trabajo, su propio centro; donde, como “estando de taller”, deberíais haberlo visto revisando su máquina por si le notaba algún desperfecto que el maquinista joven que la conducía se hubiese olvidado de asentar en el libro de reparaciones. (1)
Llega un día en que no encuentra su máquina, indaga y le comunican que ha sido destinada al desguace.
Pero él, sin resignarse, lloroso y con el doble de pena, regresó a la cochera de su compañera retirada de circulación, la miró con piedad, como a una vieja vencida por el destino, y, si no fuera porque todo el mundo lo estaba contemplando, se hubiera despedido a besos de ella con igual afecto que a un ser humano. Abatido, peor que cuando lo jubilaron, de regreso a casa, decía entre lágrimas:
–¡Pobre máquina! ¡Ya van a enterrarla!¡Qué triste, el mundo! ¡Todo en él tiene su fin! ¡Incluso ella! ¡Y eso que es de hierro! (2)
Por el tono del texto, es fácil predecir el final del relato: el viejo ferroviario perderá la razón el mismo día que su amada locomotora es desguazada.

Este amor por la locomotora que narra Iglesias recuerda el descrito por el escritor ruso Andréi Platonov en la novela Chevengur, escrita por aquellos mismos años.
Lo único que producía alborozo en Zajar Pávlovich era permanecer sentado en el tejado y mirar a la lejanía, por donde, a dos verstas de la ciudad, pasaban a veces enfurecidos trenes ferroviarios. La rotación de las ruedas de la locomotora de vapor y la rápida respiración de ésta producían una alegre picazón en el cuerpo de Zajar Pávlovich; tenues lágrimas de compasión por la locomotora ponían húmedos sus ojos.
Andrei Platonov (ilustración de Ragni Svensson)
Estas expresiones literarias de relaciones sentimentales entre maquinistas y locomotoras no cabe atribuirlas a una moda literaria: Iglesias era modernista y Platonov es inclasificable aunque podría considerársele un escritor comunista pre-existencialista; el tema se encontraba ya en Zola y en Kipling treinta años antes y será retomado por Aldecoa treinta años después. La universalidad de este tópico literario tiene sus raices en la concurrencia de tres factores: primero, el alto grado de habilidad y dedicación que requería el oficio de maquinista de vapor a causa de las particularidades de cada locomotora, segundo y como consecuencia de lo anterior, el orgullo professional esgrimido por los maquinistas y, finalmente, un reconocimiento popular que se basaba en su visibilidad y en la asociación entre ferrocarril y progreso. Una vez fijado el tópico literario del carácter amoroso de la relación entre ferroviario y locomotora, la nostalgia por los tiempos del vapor ha contribuido a consolidarlo.

(1) Res no el distreia de pensar a tota hora en els trens, i en els seus amics que encara corrien perquè eren joves; i no assossegava a penes, ni amb prou feines dormia, sentint-se morir mancat de l'escalf de la locomotora, l'indispensable complement de la seva existència. I com atret per la seva excompanya de fatigues, o com si una força invisible l'hi empenyes, el gloriós humil, abandonant per complet els seus plans per a vèncer la inquietud del seu esperit i esplaiar, trobant-hi l’únic consol, els seus sentiments, amb tot i ésser jubilat feia cap assíduament al dipòsit a banyar-se el cos en l'atmosfera del treball, el seu propi centre; on, estant de taller l'hauríeu vist revisant la seva màquina per si li notava algun desperfecte que el maquinista jove que la conduïa s’hagués oblidat d'assentar en el llibre de reparacions.
(...)
(2) Però ell, no resignant-se, plorós i amb el doble de pena, va tornar a la cotxera de la seva companya retirada de la circulació, va mirar-la amb pietat, com a una vella vençuda pel destí, i fins (sinó que tothom l'estava contemplant) van venir-li ganes, per acomiadar-se'n, de fer-li petons, amb igual afecte que a un esser humà. I, aclaparat, pitjor que quan van jubilar-lo, de retorn a casa seva, deia entre llàgrimes:
-Pobra maquina! Ja van a enterrar-la! ¡Que es trist, el món! Tot, en ell, te la seva fi, tot! Àdhuc ella! I això que es de ferro!