domingo, 1 de noviembre de 2020

Mitre, una novela de amor en un tren

El escritor argentino Federico Jeanmaire ganó el Premio Municipal de Literatura "Ricardo Rojas" a la mejor novela publicada entre 1997 y 1999 por Mitre. Resumiendo mucho, podemos decir que la novela narra una historia de amor que nace, culmina y se desvanece en un trayecto de ida y vuelta por la línea Mitre entre las estaciones de José León Suárez y Retiro (Buenos Aires), historia rodeada de una galería de personajes a cual más singular. El protagonista es un hombre cargado de males y manías: «Lo de la tos, en cambio, había sido muy posterior al asunto de la renquera.» Ella, una mujer muy gorda y de lágrima fácil. 

La historia de amor se va desplegando en capítulos que llevan el nombre de las estaciones del trayecto, en un paseo por los alrededores de Retiro (Fragata Libertad, Torre de los Ingleses) y en el viaje de regreso. Mientras ellos dos van profundizando en su relación, que es la de dos almas inseguras, pueriles y faltas de destrezas sentimentales, a su alrededor pululan compañeros de viaje impertinentes, vendedores ambulantes, revisores y viajeros en general. 

Ya en los primeros párrafos nos damos cuenta que estamos ante un texto cuyos contornos entre la realidad y la fantasía se desdibujan.  

Se animó a subir al tren gracias a la ayuda simpática de una piba que iba al colegio, y que, indudablemente, presumía de algún sentimiento de solidaridad perfectamente injustificable y que pretendía ignorar de cuajo el fluir tan poco solidario del mundo. Contagiado por la actitud de la muchacha, incluso llegó al extremo de sonreírle a la gorda que lo pasó literalmente por encima con el evidente y único propósito de conseguir el asiento más próximo a la ventanilla. Entonces. Con suma tranquilidad, estado de ánimo que atribuyó a la sana influencia de su reciente cojera, se sentó al lado de la mujer, le sonrió redundantemente por segunda vez y, casi de inmediato, dejó de toser y empezó a engordar de una manera tan precipitada que al poco tiempo no le quedó más remedio que, ante la evidente falta de espacio, sentarse diagonalmente enfrente de la señora, mirarla a los ojos, y atreverse a comunicarle con medias palabras que de esa manera estarían los dos mucho más cómodos, que cada vez hacían más angostos los asientos dobles de los trenes,
Al rato se sientan de frente y las rodillas de la pareja empiezan una relación de contactos y frotamientos que irá pasando a mayores, sobre todo cuando se tapan con una abrigo y empiezan a trabajar las manos y los pies.
Un montón de dedos aprisionan suavemente los pezones oscuros y gigantes de la mujer justo en el momento en el que se escucha un ruido. Entonces. Como el dueño de esos dedos no sabe si lo que está escuchando son los gritos gozosos de la mujer o el simple chirrido agudo de las ruedas del tren que parte de la estación, resuelve cerciorarse convenientemente del origen de los sonidos. Mira a la señora y, al mirarla, debe reconocer con masculina humildad que sus ojos siguen completamente cerrados, que sólo se ha incrementado un poco el rubor de las mejillas y que, desafortunadamente para su orgullo varonil, los ruidos provienen de las vías, nomás.
Nótese el divertido detalle ferroviario de este párrafo antes de pasar a la siguiente extremidad, los pies de la mujer que avanzan hacia la entrepierna del hombre.
Aunque, desafortunadamente, las yemas de los dedos de Mariela son un poco ásperas. Y Roberto percibe la aspereza. Claro que el hombre también percibe el fabuloso esfuerzo que realiza la mujer para hacer que sus inflexibles callos plantares parezcan, apenas, delicadas e inquietantes protuberancias. Por eso es que el hombre agradece de la única manera en que puede hacerlo: con una suave palmadita sobre el empeine del esforzado pie izquierdo de la señora. Una palmadita que queda disimulada detrás del cuidadoso arreglo del solidario saco gris.
Pero no se trata sólo de una pasión carnal, sino que ésta es la expresión de una sensibilidad sentimental temerosa y quebradiza. 
Pero, como el hombre no se anima a decir nada o no dice nada porque no tiene nada para decir, la mujer intenta ayudarlo con una pregunta:
–¿Se encuentra mal?
–No.
Contesta el hombre porque no se encuentra mal. En realidad, sólo tiene lástima de sí mismo y no sabe cómo puede hacer para contarle a esa mujer tan franca, la profunda lástima que siente de sí mismo.
–¿Seguro?
Insiste, Mariela, porque no lo ve bien.
–Yo tendría que haber sido marinero, señora, y no lo fui. Soy un fracasado y eso me hace sentir una profunda lástima de mí mismo.
–¡Menos mal!
–¿Menos mal?
–Sí. Menos mal. Yo había pensado que usted estaba mal por culpa de mi olor a transpiración.
–¡Ah!
Pero la mujer no entiende muy bien lo que el hombre quiere expresarle con su “Ah”. No sabe si eso quiere dar a entender que no se trata de su olor a transpiración o si, en cambio, la interjección masculina puede interpretarse como que, si bien el problema fundamental por el que está tan mal es su frustrada vocación marinera, no por eso puede ignorar que también le molesta, aunque de manera secundaria, su penetrante sudoración. Por eso es que, medio enojada, la mujer le pide que vamos, por favor, que tengo mucho hambre y ahí hay un carrito que vende panchos, que ya ha hecho suficiente deporte por ese día y que ya se va haciendo hora de comer algo.
Ni desvelaremos más detalles de la historia, ni haremos mayor mención de los personajes secundarios, ni mucho menos explicaremos como acaba, sirva lo transcrito hasta ahora para que la afición ferroviaria se interese por esta novela de entorno ferroviario llena de calidad literaria.