martes, 8 de octubre de 2013

El primer chispazo de un romance ferroviario


El primer capítulo de la novela Pilar Prim (1906) de Narcís Oller transcurre en un viaje en tren entre Barcelona y los Pirineos. Los párrafos iniciales describen muy bien los usos de la época, como vestir un guardapolvo al viajar en tren, usar el servicio durante el viaje o la existencia de compartimientos para mujeres solas:


La primera cosa que buscó Deberga al entrar en el muelle de la Estación del Norte fue un compartimiento vacío; y ya desesperaba de encontrarlo, y a punto estaba de meterse, enojado, en uno de los que menos gente contenía, cuando, haciéndole notar su criado que el conductor retiraba la placa de un reservado de señoras, corrió a meterse en él. Era medianos de julio, el cenit de la escapada estival de los barceloneses. El tren rebosaba de viajeros. Encontrar un compartimiento vacío donde poder tumbarse era sacar la lotería. Satisfecho del descubrimiento, puso en la red la bolsa de mano que llevaba, se endosó el guardapolvo, encendió un cigarrillo, se tumbó en el diván de utrecht rojo y abrió el periódico para adormecerse mejor.

Pero no viajará solo: la joven viuda Pilar Prim se instala con su hija de diecinueve años y su hijo menor en el compartimiento que ocupa el apuesto Marcial Deberga y se inicia el juego del interés y las miradas

Salió el tren de su cueva negra, avanzando con brío por las soleadas huertas del Vallés y entonces los compañeros de viaje se saludaron con frialdad, abrieron libros y periódicos, y pasaron ratos examinándose mutuamente, ya por encima de las hojas que no leían, ya a través de la tenue trama de pestañas que a menudo, contra su voluntad, el fulgor del sol les hacía cerrar.
–Es bien guapo –dijo al cabo de media hora la joven a la oreja de la mayor.
–Mucho –afirmó Pilar repasando, con toda la minuciosa observación de mujer, las facciones del aludido.
(…)
–¡Buena jembra! –exclamó, para sí, aquel sátiro ciudadano, formulándose la impresión en andaluz bien marcado. Y estuvo un rato hechizado, extasiado en la contemplación de aquella mujer.

El autor capta a la perfección el impulso instintivo, el chispazo de interés que se produce entre los viajeros y que acabará propiciando el romance que centra el argumento de la novela. Desde la misma aparición del ferrocarril, la literatura esta llena de aventuras nacidas en el acogedor anonimato de las estaciones y los trenes, pero en este capítulo inicial, Oller combina como pocos la descripción casi costumbrista del viaje con los sutiles inicios del romance.