jueves, 16 de febrero de 2017

Cercanías, la literatura de lo cotidiano I

Los usuarios de las líneas de cercanías miran poco por las ventanillas, entretienen el viaje cotidiano con un periódico gratuito, se concentran en un libro, unos apuntes de clase o los índices de ventas del día anterior; quienes viajan en compañía de los conocidos habituales, hacen tertulia; los que escuchan música con sus dispositivos móviles y los que están absortos en sus preocupaciones miran sin ver un paisaje que se repite cada día: la oscuridad del tramo soterrado, patios y balcones traseros, espaldas de fábricas, barrios nuevos, enlaces de carreteras, estaciones clónicas; sólo cambia el tono de la luz, un atasco no habitual en el cinturón de ronda o unas luces de emergencia centelleando donde nunca pasa nada. Si los expresos evocan el viaje a un futuro mejor y la posibilidad de la aventura, los cercanías, remiten a lo cotidiano y al tedio de la rutina; pero los trenes de cercanías también tienen su literatura.

En La ciudad de la niebla (1909) Pío Baroja describe el regreso en tren a Londres un atardecer de domingo:
El tren parte y deja pronto atrás el pueblecillo; la tarde muere. Una estrella empieza a temblar en el crepúsculo; las ventanas se iluminan. El campo ha desaparecido; entramos en la ciudad… Y empiezan a aparecer barriadas inmensas, monótonas, de casuchas bajas, feas, iguales, todas grises y negras, con sus patios cuadrados y sus chimeneas humeantes, tristes colmenas construidas por hombres que se creen filántropos. Ya no se ven caballeros elegantes, ni amazonas, ni jardines, ni coquetas casas de campo en el fondo.
(…)
De pronto cruza un tren por delante de los ojos y sus faros de color tiemblan en la oscuridad de la noche; luego pasa otro y otro. El tren se hunde en una trinchera, luego sus raíles se elevan y corren a la altura del tejado de las casas. Entonces Londres parece una ciudad subterránea.
Cunado Pío Baroja residía en Londres, estaba empezando el fenómeno de la creación de urbanizaciones para la clase media a lo largo de algunas líneas ferroviarias que se extendían hacia la periferia. Estos núcleos de casas modernas, pero de aire campestre, eran copromovidos por las sociedades ferroviarias tanto para aumentar su volumen de viajeros y de negocio, como para obtener beneficios con las construcciones. La más conocida de estas zonas de expansión fue Metroland, al noroeste de Londres a lo largo de la vía de Baker Street Station hasta Verney pasando por Wembley y Aylesbury. Los folletos promocionales de la época presentaban una Arcadia rural, la posibilidad de vivir holgadamente en el campo e ir a trabajar a la ciudad en un tren rápido y cómodo. Este modelo promocional se ha mantenido en Europa durante casi cien años. Tres escritores británicos de renombre han hablado de Metro-land en sus novelas. 

Ewelyn Waugh que, desde su conservadurismo esnob, ridiculizaba a las clases medias que se instalaban en las urbanizaciones, presenta en Decadencia y caída (1928) un personaje llamado Lady Metroland, que encarna los tópicos de los nuevos ricos.

Julian Barnes, desde posiciones más progresistas, evoca en Metroland (1980) su adolescencia en Middlesex en los sesenta, incluidos los recursos para romper la monotonía del ir y venir del instituto en el tren de cercanías: 
Aquellos trayectos diarios eran, ahora me doy cuenta, los únicos momentos en que estaba a mis anchas. Quizá por eso nunca los encontraba largos ni aburridos, a pesar de ir sentado durante años junto a los mismos hombres con trajes a rayas como dibujadas con tiza, mirando por las mismas ventanas las mismas cosas y las mismas paredes de los túneles, repletas de cables negros y polvorientos. Y, por supuesto, todos los días podía uno entretenerse con juegos que nunca fallaban. El primero era conseguir un asiento: nada más lejos de ser una tarea fastidiosa. Francamente, nunca me preocupó mucho dónde sentarme en el tren, pero me encantaba sentarme donde querían sentarse los demás. Esta era la primera acción subversiva del día.
Julian Barnes
Una conversación informal entre el protagonista y un viajero habitual, un empleado de la city con bombín y paraguas, sirve como recurso para explicar los orígenes de Metroland. Hay un tono de fascinación en los pasajes que describen los trenes:
El material rodante, pintado de un típico color marrón, había continuado siendo el mismo durante sesenta años. Algunas de estas antiguallas, según mi libro sobre locomotoras de Ian Allen, llevaban funcionando desde 1890. Los vagones eran altos y cuadrados, con anchos paneles corredizos de madera. Los compartimientos eran lujosos y amplios comparados con los actuales, y la separación entre los asientos le hacía maravillarse a uno del desarrollo del fémur durante el reinado de Eduardo. Los respaldos de los asientos estaban inclinados en un determinado ángulo, lo cual significaba que, antiguamente, los trenes pasaban más tiempo en las estaciones.

Sobre los asientos había fotografías color sepia de los lugares más bonitos recorridos por la línea: el campo de golf de Sandy Lodge, Pinner Hill, Moor Park, Chorleywood. La mayor parte de los accesorios originales seguían allí: amplias rejillas para poner el equipaje dispuestas irregularmente; para los abrigos, colgadores tan gastados que ya estaban torcidos; anchas correas de cuero para abrir y cerrar las ventanas e impedir portazos; un número dorado y grandote en las puertas, el 1 o el 3; y en cada una de ellas, un tirador de cobre sobre un disco del mismo metal; grabada en el disco, en tono de orden o seductora invitación, la leyenda «Viva en Metroland».
Una estación de Metroland en la actualidad
La novela fue llevada al cine en 1997 con el mismo título por Philip Saville. Fiel al relato de Barnes, muestra los escenarios de Metroland y el material ferroviario de los sesenta.


El poeta y periodista John Betjeman merece una atención especial. Fue cofundador de la Sociedad Victoriana, que se dedicaba a la preservación del legado arquitectónico, y un gran aficionado al ferrocarril, escribía sobre los ramales secundarios que estaban desapareciendo y disfrutaba demostrando su profundo conocimiento sobre las líneas y los horarios. En 1973 escribió el guion de un reportaje de la BBC en el que él mismo viaja a través de Metroland mostrando y describiendo, en tono nostálgico, rincones entrañables, casas señoriales, estaciones, colegios y clubes de golf. Las frases iniciales del guion, con rima en el original, están a la altura del mejor Betjeman:
Hija de la Primera Guerra Mundial, olvidada por la Segunda, te pusimos Metroland. Abandonamos nuestros esquemas atraídos por el lujo de los folletos, seguimos la llamada de carreteras secundarias, para construir por fin la casita de nuestros sueños, un empleado de ciudad convertido de nuevo en propietario rural, y conectado con la metrópolis por tren.[1]
En la estación londinense de St Pancras hay una estatua de John Betjeman, un reconocimiento a su decisiva participación en la campaña que en los sesenta evitó la demolición de esta joya de estilo neogótico victoriano que hoy acoge el Eurostar.

John Betjeman y el autor en St Pancras


[1] Child of the First War, forgotten by the Second, we called you Metro-land. We laid our schemes lured by the lush brochure, down byways beckoned, to build at last the cottage of our dreams, a city clerk turned countryman again, and linked to the Metropolis by train.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Aullidos y sangre en el tren

Estos días puede verse en las plataformas digitales la película británica Howl (2015, Aullido) que, como la referida en el post anterior, combina trenes y terror. Se trata de una producción encarada directamente al mercado de video y telefilme del director Paul Hyett.

El protagonista es un revisor de tren que, al llegar con su servicio a la estación londinense de Waterloo, recibe dos malas noticias: que le han denegado un ascenso y que debe doblar turno en un tren nocturno a Innsbruck. La parte femenina la encarna una amiga suya que es la encargada del carrito de los refrescos en el tren. Es noche de luna llena, el tren se detiene porque ha atropellado un venado, el maquinista baja a hacer una inspección ocular y desaparece, no hay cobertura telefónica en la zona, unos extraños seres aúllan alrededor del tren…


Ajustándose al mismo esquema que utilizan Train to Busan y tantos otros filmes, el guion se basa en el terror que produce los ataques de los monstruos y en las distintas reacciones de los viajeros ante la amenaza y la necesidad de cooperar y ayudarse los unos a los otros. Nada nuevo bajo el sol, la película tampoco es gran cosa, pero tiene un cierto interés para el aficionado ferroviario.


Ante todo, resulta simpático ver a los trenes de South West Trains disfrazados de la supuesta compañía Alpha Trax, pero conservando sus colores habituales, no en vano se usaron como localización las estaciones de Waterloo y de Croydon. El convoy que supuestamente va a Innsbruck tiene los asientos longitudinales, como si de un cercanías se tratara.


Cuando el tren se detiene por el atropello del animal, representa que el personal no tiene manera de comunicarse con el centro de control, pasa la noche entera y nadie acude a ver qué le ocurre al tren que no ha llegado a la estación siguiente cuando se le esperaba. En definitiva, una acabo sonriendo y meneando la cabeza. Sin embargo, la película tiene algo de encantadora, tanto por lo ingenua, como porque recuerda el ambiente de las de la época del profesor Bernard Quatermass.